Tras tras­tear el tra­jín ciu­da­dano, las sole­da­des de este terri­to­rio deso­la­do a fina­les de invierno, crean una situa­ción fan­tas­mal. En oca­sio­nes, por la tar­de, y tur­ba­do cual per­so­na­je de Goethe jun­to al río, no doy cré­di­to a la vibra­ción bellí­si­ma del entorno.

 

Foto­gra­fía supe­rior: escul­tu­ra dedi­ca­da a la leyen­da del lagar­to de Cal­za­di­lla (Extre­ma­du­ra)

Es un mun­do de soni­dos, silen­cios, gor­go­teos, de colo­res inau­di­tos, ace­ra­dos y oscu­ros en tor­men­tas homé­ri­cas y cla­ros y azul: Bot­ti­ce­lli con sol de mar­zo; y ara­ñas, ali­mo­ches, abu­bi­llas y tam­bién des­apa­ri­cio­nes.

Tras tras­tear el tra­jín ciu­da­dano, las sole­da­des de este terri­to­rio deso­la­do a fina­les de invierno, crean una situa­ción fan­tas­mal. En oca­sio­nes, por la tar­de, y tur­ba­do cual per­so­na­je de Goethe jun­to al río, no doy cré­di­to a la vibra­ción bellí­si­ma del entorno. Echa­do sobre un lecho de can­tos, en un mean­dro del rio, el cre­pi­tar ince­san­te del agua del des­hie­lo, abun­dan­te y ale­gre, los des­te­llos que el últi­mo sol dibu­ja sobre ella, los cuer­vos (aca­so reen­car­na­ción de tata­ra­bue­los que anta­ño estu­vie­ron aquí tam­bién tum­ba­dos) los cho­pos páli­dos y pela­dos, el cru­ji­do de la hoja­ras­ca; una pri­ma­ve­ra fría y diá­fa­na impo­si­ble de intuir en la ciu­dad.

Aquí no hay sólo recuer­dos, hay pla­ce­res direc­tos.

Las lomas sua­ves pun­tea­das por árbo­les cha­pa­rros lla­ma­dos carras­cas; el olor a tomi­llo y esplie­go sil­ves­tre, los jiro­nes vio­le­tas de las nubes; las últi­mas nie­ves allá lejos. Ni un mal­di­to ser vivien­te, a excep­ción de los negros cuer­vos y las abu­bi­llas de cola lar­ga; no pue­des pen­sar en nada más que en lo que sien­tes. En esos momen­tos la cabe­za se que­da, no en blan­co, sino reple­ta de colo­res, sen­sa­cio­nes y olo­res que te rodean. Y si ves como el río se pier­de en zig­zag, como una gran ser­pien­te líqui­da, aque­llo no pare­ce real. Como una maque­ta, un deco­ra­do de pelí­cu­la román­ti­ca. Estás vien­do a Ofe­lia flo­tan­do muer­ta entre los nenú­fa­res.

Un soni­do detes­ta­ble es el úni­co que recuer­da a los hom­bres: el de las moto­sie­rras. Made­ra de cho­po para ganar dine­ro y hacer­se una horri­ble casa pom­po­sa en la zona más fría del pue­blo. El cas­co anti­guo de la aldea, el que estu­vie­se rodea­do y pro­te­gi­do por la mura­lla ára­be, está desier­to. Son paté­ti­cos, aho­ra en tiem­pos de cri­sis eco­nó­mi­ca, los car­te­les que anun­cian los case­ro­nes en ven­ta. Res­tau­ra­dos con un color rosa que sus­ti­tu­ye al blan­co y taba­co ori­gi­nal y que tra­ta de imi­tar Alba­rra­cín. Aun­que ellos dicen que es el color del barro rojo con el que hacían las casas. Hay algo aun más diver­ti­do, un car­tel en la carre­te­ra que pone Pro­mo­ción Las Nogue­ras. Quie­ren hacer ado­sa­dos en aque­lla zona don­de, hace medio siglo jus­to, unos niños juga­ban a cazar lagar­ti­jas, cor­tar­les el rabo y ver como este seguía movién­do­se zig­za­guean­te por el sue­lo, y subir­se a los inmen­sos noga­les como chim­pan­cés.

Camino por la vere­da, las zar­zas están rese­cas y no hay atis­bo de moras sucu­len­tas. Dece­nas de ara­ñas espe­ran pacien­tes, en el cen­tro exac­to de su tela, teji­da a ambos lados de la ace­quia, en espe­ra de atra­par a sus víc­ti­mas, incau­tos insec­tos vola­do­res, mari­po­sas y mari­qui­tas, mos­qui­tos y sal­ta­mon­tes. Cuan­do el des­gra­cia­do vola­dor que sur­fea sobre el torren­te cae en la tram­pa, la due­ña de esa red mara­vi­llo­sa, metá­fo­ra de la geo­me­tría, las mate­má­ti­cas y el pen­sa­mien­to, aban­do­na el cen­tro del círcu­lo para acu­dir pres­ta a por la pre­sa atra­pa­da y regre­sar a su sitio exac­to para sacar­le los jugos y devo­rar­la. Es como ver uno de esos pro­gra­mas de natu­ra­le­za de tele­vi­sión. Tam­bién es intere­san­te obser­var a los pája­ros. No es casual que esté leyen­do un libro de Gerard Durrell sobre ani­ma­les, el her­mano hip­pie del escri­tor Law­ren­ce. Y recuer­do que la maña­na que mi buen padre murió, a esa mis­ma hora en que el que­da­ba fri­to de un ata­que, yo esta­ba tum­ba­do jun­to al rio, obser­van­do los pája­ros con mis pris­má­ti­cos.

A un lado, la vega famo­sa que es aho­ra un caos de cho­pos des­mo­cha­dos, una deso­la­ción sin árbo­les fru­ta­les. Man­za­nos, almen­dros, cere­zos, han des­pa­re­ci­do. Y uno hace recuen­to al recor­dar el rabo de las lagar­ti­jas. Las ara­ñas tie­nen suer­te. No así los rep­ti­les y los crus­tá­ceos y peces. La lis­ta de extin­gui­dos es lar­ga: tro­pa de la infan­cia per­di­da para siem­pre: se han esfu­ma­do, en tie­rra, las víbo­ras, y los far­da­chos; las lagar­ti­jas son mucho más peque­ñas y se ven menos; en el agua ya no hay cule­bras mul­ti­co­lo­res, can­gre­jos y tru­chas. Hace años logre ver algo que me pare­ció un mila­gro: una nutria. En una poza ale­ja­da del pue­blo, cuan­do el rio no es mani­pu­la­do por los hom­bres y tris­ca a pla­cer. Y vuel­vo a ver lagar­ti­jas, pero aho­ra hay menos. Ya no les cor­ta­re el rabo con la pan­di­lla. Es el fin de la luz del verano.

 

 

 

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