Se cumplen 75 años de la muerte de uno de los más grandes pianistas de la historia Frederic Chopin. Mi padre era un fan empedernido del músico y en muchas tardes tristes de invierno tocaba sus sonatas en el piano de pared que había en casa. El recuerdo de aquellas veladas y de la alegre música del compositor que murió demasiado joven me han acompañado siempre como una promesa de felicidad.
Estos días de aflicción contemplo la última foto de Frederic Chopin,- que murió tuberculoso a los 39 años, y fue tomada poco antes de su muerte por el fotógrafo Louis ‑Augueste Bisson, — quedo perplejo ante la adustez y rostro sombrío, su mirada trágica, los brazos cruzados sobre la levita, con aspecto de chofer de carruaje, con aspecto de funcionario anónimo de alguna biblioteca de Babel del siglo XIX, pálido, casi espectral, como icono de un romanticismo cubierto de desdichas y fatalidad. Y al mismo tiempo que observo a ese músico universal resuenan en mis oídos una y otra vez los ecos de su piano. Se cumplen 75 años de la muerte de un compositor que representa para mí la felicidad de la niñez en tiempos oscuros. Pues la niñez no solo es alegría sino en muchos casos padecimiento y estupefacción ante la complejidad del mundo. El piano de Chopin, sus sonatas, sus mazurcas, sus nocturnos…, forman parte de mi ser tanto como la sangre que corre por mis venas. La razón no es solo que su música inmortal siga escuchándose por todo el mundo, sino que el caso es que el piano de Chopin estaba en mi propia casa.
En tiempos de aquella España que empezaba a salir del letargo de posguerra, cuando la única diversión casera era escuchar la radio, una de esas antiguas tan vintage que hoy se buscan como el oro, finales de los cincuenta, tardes melancólicas con lluvia tras los cristales machadianas, mi padre salía de su despacho y se ponía frente al piano y tocaba a Chopin. Mi progenitor era un fanático absoluto de Chopin y de Beethoven y sabía interpretarlos a la perfección. Había estudiado en el viejo conservatorio de joven y aunque no acabó su carrera de abogado y se empleó de oficinista consiguió dominar el piano, algo que llenaba su vida y lo alejaba de la frustración.
Las tardes de Chopin han quedado grabadas en mi cerebro como unos himnos a la alegría de vivir. Era un piano negro de pie que estaba situado en el recibidor de la vivienda y cuando papá lo abría y ponía sus diez dedos sobre las teclas de marfil los acordes resonaban a lo largo del largo pasillo de aquel piso de la Gran Vía que mi viejo heredara de mi abuelo. Aquellas eran tardes felices y había que ver a toda la familia, mis hermanos y mi madre o alguna tía o tío invitados, colocarnos alborozados alrededor del piano y de la figura rechoncha de mi padre, sentado sobre un taburete con el asiento forrado de terciopelo verde botella, mirar teatralmente al techo y comenzar con gesto sonriente a tocar cualquier sonata alegre del músico polaco.
Aquello era todo un acontecimiento porque en muchas ocasiones había que convencer al pianista a que saliera de su biblioteca, repleta de libros y manuscritos para que nos tocara el piano. Sumergirnos en el deleite de sus nocturnos o interpretar el Claro de luna de Beethoven era olvidar toda penuria y entrar en éxtasis.
Ahora que lo pienso mi padre se pasaba las tardes tocando teclas, las de su máquina de escribir Olivetti y las de su piano vertical de pared. En aquellos finales de los cincuenta las calles no ofrecían gran cosa, y comparado con la actualidad el paisaje urbano era pobretón, aun primitivo, con las tiendas cutres de venta de carbón y los carromatos tirados por caballos como si viviéramos en un pueblo, la televisión era cosa de minorías y además en blanco y negro. No había mucho gusto por la cultura, como es natural cuando se vive bajo el sable de una dictadura, y abundaban las veladas privadas en las casas de las familias bien en las que algún virtuoso deleitaba a los invitados con un concierto de piano o de violín. Pero nosotros teníamos la música en casa. En estos tiempos tan esquizofrénicos en los que todo va tan de prisa y la gente tiene dificultades no solo para llegar a final de mes sino tan solo para pensar, recordar las tardes de piano de papá tocando a Chopin son una evocación casi divina. Ha sido la música la que ha configurado mi carácter y el de mis hermanos. Porque mi padre no solo tocaba a Chopin sino que el otro preferido era, como no, Beethoven. Cuando sonaba el claro de luna o el Para Elisa entre las paredes cubiertas de cuadros y tapices, esculturas y objetos heredados de los antepasados de la familia, la casa salía del tiempo y se elevaba sobre la ciudad como en un relato fantástico. Como si viviéramos en otra época, antigua, inmemorial, lejos de la grisura de un país semidormido. Y todos nosotros, la familia entera apretujada feliz en torno al piano negro nos convertíamos en personajes de un cuadro de Marc Chagall, brillante, trufado de colores intensos, con esos amantes que aparecen volando por los cielos de Montearte con la torre Eiffel al fondo.
En ocasiones, el intérprete paraba de tocar a mitad de una sonata daba un giro a su taburete móvil de piano y nos contaba que Chopin tuvo una novia famosa que se llamaba George Sand, una hermosa y valiente escritora cuya relación amorosa con el pianista es hoy icono del amor romántico por excelencia. Se fueron a vivir a la localidad mallorquina de Valldemossa. “El cielo es como turquesa, el mar es como esmeraldas, el aire como en el cielo”, exclamó Chopin sobre el ambiente de la isla. Y con todo, la humedad del mar lo puso más enfermo todavía.
Mi padre nos prometía que algún día nos llevaría de turistas a todos a ver su casa en la localidad que es hoy un museo, pero eso nunca sucedió. El pianista que amaba a Chopin, mi buen padre, murió hace tiempo, pero aquellas veladas del intelectual que trabajaba de funcionario y que amaba la música por encima de todas las cosas, han quedado grabadas a fuego en mi alma como el símbolo del eterno renacer de la belleza de vivir.
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