El des­apa­re­ci­do Cine Museo.

Los cines de barrio de la ciudad de Valencia desparecieron a principios de los años 1970 sin decir adiós. La televisión y otros inventos de la modernidad los condenaron sin remedio. Y, sin embargo, aquellos cines de reestreno forman parte de la memoria de varias generaciones de niños y adolescentes que encontraban en sus salas los fines de semana vías de escape a la sordidez y rutina de las escuelas en los tiempos de plomo.

Cuan­do los cines de rees­treno, de barrio, comen­za­ron a esfu­mar­se, muchos con­ver­ti­dos en bin­gos, noso­tros ya había­mos per­di­do la ino­cen­cia. Nues­tros sue­ños se extin­guie­ron al tiem­po que se des­hu­ma­ni­za­ban los barrios, con­ver­ti­dos en espa­cios neu­tros don­de nadie cono­cía a nadie. Alto pre­cio a pagar por las ven­ta­jas del desa­rro­llo urbano. Éra­mos por enton­ces como los pro­ta­go­nis­tas de Amar­cord (1973) de Fede­ri­co Felli­ni, la pan­di­lla vario­pin­ta, bro­mis­ta y feliz que reco­rre el barrio inven­tán­do­se aven­tu­ras incier­tas. La des­apa­ri­ción de las casi 70 salas de cine de rees­treno que había en la ciu­dad de Valen­cia des­de el final de los años 30 es una ínti­ma tra­ge­dia para varias gene­ra­cio­nes de espec­ta­do­res.

Los niños y ado­les­cen­tes cre­ci­dos en los años 1960 del pasa­do siglo lle­van en su ADN la memo­ria de esos cines que esta­ban a un tiro de pie­dra de sus hoga­res. Uno de los barrios de la ciu­dad con más cines de rees­treno fue Rus­sa­fa. La lis­ta es lar­ga; no que­da nin­guno en pie si des­con­ta­mos el heroi­co cines­tu­dio d´Or de la calle Almi­ran­te Cadar­so, 31.

La tec­no­lo­gía mató a los cines, la tele­vi­sión sobre todo y los jue­gos de mesa, las play sta­tion y toda la ofer­ta digi­tal que lle­gó de allen­de los mares, aca­bó con un esti­lo de vida. El docu­men­tal El mis­te­rio de los cines des­apa­re­ci­dos, que en 1983 rea­li­za­ron los crí­ti­cos Pedro Uris y Anto­nio Llo­rens, dejó pron­to de ser un mis­te­rio. Cam­bia­ron los hábi­tos y los cines de rees­treno que pobla­ban la ciu­dad como una pro­me­sa de ale­gría los días de asue­to deja­ron de ser ren­ta­bles. Todo suce­dió a par­tir de los años 1970. Entre el Eixam­ple y Rus­sa­fa los cines des­apa­re­ci­dos fue­ron legión. El monu­men­tal Coli­seum, de la Gran Vía Ger­ma­nías; el Gran Vía, de Mar­qués del Turia; sesio­nes con­ti­nuas de tres y cua­tro pelí­cu­las por el módi­co pre­cio de tres pese­tas de la épo­ca; el Goya y el Tyris, el Ave­ni­da, en Antic Reg­ne, a la sazón Ave­ni­da de Jose Anto­nio; mas allá, en la Ciu­tat Vella, el Museo del barrio del Car­men, el Pala­cio, en el barrio chino, el Jeru­sa­lem, el Alia­tar, el Savoy por la Ave­ni­da del Cid. Fue­ron des­pa­re­cien­do esos cines al mis­mo tiem­po que nues­tra juven­tud, flo­res que se mar­chi­tan en un jar­dín de sue­ños.

La evo­ca­ción de los cines de rees­treno for­ma par­te de un eterno retorno al tiem­po de los tiran­tes y los pan­ta­lo­nes cor­tos; a los pues­tos de cacau y tra­mu­sos, de porrat y rega­liz, mucho antes de los mac y las ham­bur­gue­sas, las palo­mi­tas de maíz y las coca colas en salas tama­ño caja de ceri­llas, con sillo­nes ergo­nó­mi­cos. Lo nues­tro fue otra cosa. Lle­ga­ba el fin de sema­na y recu­pe­rá­ba­mos el oxí­geno y la ale­gría arre­ba­ta­das en la escue­la y sus debe­res, sus maes­tros auto­ri­ta­rios y sus cas­ti­gos de rodi­llas con­tra la pared, gol­pes de regla en la pal­ma de la mano, inclu­so bofe­to­nes. El cine que venía de Amé­ri­ca era nues­tra sal­va­ción de infan­tes. El sába­do salía­mos pitan­do de casa con un duro, gen­ti­le­za de los papás, y nos metía­mos albo­ro­za­dos en las salas, los bol­si­llos reple­tos de pipas, dis­pues­tos a dis­fru­tar de una sesión que se ini­cia­ba a las cua­tro y ter­mi­na­ba a la hora de cenar.

Alre­de­do­res del Cine Coli­seum.

Dos pelí­cu­las “tole­ra­das” de Holly­wood, de roma­nos o vaque­ros, y una de rega­lo. Estas últi­mas eran las series mexi­ca­nas de El San­to, el Enmas­ca­ra­do de Pla­ta, o las ingle­sas de las cabal­ga­das de Sir Invanhoe y los caba­lle­ros de la Tabla Redon­da. Gri­su­ra en las calles, color en los cines. Como los rapa­ces de Felli­ni, hacía­mos el gam­be­rro en la oscu­ri­dad, entre risas y pateos, vivas y gri­tos de alien­to a los bue­nos, cuan­do lle­ga­ba el Sép­ti­mo de caba­lle­ría, has­ta que el sufri­do aco­mo­da­dor, sí, exis­tió ese ofi­cio en la pre­his­to­ria, nos echa­ba o repren­día. Hacer el gam­be­rro, lo lla­má­ba­mos. Siem­pre en la gene­ral, más bara­ta y liber­ta­ria.

En el cine Goya arran­cá­ba­mos el relleno del forro de skai de la deco­ra­ción y lan­zá­ba­mos su pelu­sa pica pica al patio de buta­cas. Las pro­tes­tas de los adul­tos nos diver­tían. Lo estoy vien­do tan níti­do como si fue­ra aho­ra. El Junior, el Ibe­ria, el Mun­dial, el Ideal, en Rus­sa­fa; el Samoa…

Fue­ron esos sitios nues­tras vías de esca­pe, antes que la moder­ni­dad con­vir­tie­ra los barrios en luga­res des­hu­ma­ni­za­dos, des­po­ja­dos del calor de los ultra­ma­ri­nos, de las peque­ñas tien­das y comer­cios, antes de los súper y de las fran­qui­cias.

Vale, acep­ta­do, es nos­tal­gia, mag­da­le­na prous­tia­na pasa­da de fecha de cadu­ci­dad, recuer­do de juven­tud per­di­da. Pero es tam­bién memo­ria viva. Por­que aque­llos rapa­ces de pan­ta­lo­nes cor­tos, espec­ta­do­res de la sesión tri­ple de rees­treno, somos todos los niños de Cine­ma Para­di­so, de 1988, que de adul­to con­tem­pla enmu­de­ci­do los besos cen­su­ra­dos. Esa esce­na final siem­pre me hace llo­rar de feli­ci­dad. Esa pelí­cu­la de Giu­sep­pe Tor­na­to­re refle­ja más que nin­gu­na la año­ran­za de los anti­guos cines de barrio. Paraí­sos per­di­dos para siem­pre.

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