Los viejos tranvías de madera desaparecieron. La plaza de la Reina les ha rendido un discreto homenaje conservando unos railes en el suelo. Son símbolo de la Valencia antigua y familiar del pasado siglo. El tranvía moderno, que cumplió 30 años el año que se fue, nos recuerda a los antiguos. La Estación de Madera sigue en pie y es un icono de la ciudad antigua. Exige una restauración urgente. Es patrimonio histórico de la ciudad.
Cada vez que subo al tranvía que va a la Malvarrosa, el de Manuel Vicent en la estación de madera, en pleno siglo XXI, mi mente vuela hacia el pasado. Una ciudad en la que los tranvías, cacharros ruidosos con campanas y metales, eran en alma de la movilidad por el centro histórico y los barrios populares. Se cumplen tres décadas de una de las mejores infraestructuras de transporte impulsadas por la administración: el diseño y puesta en marcha del ese maravilloso tranvía moderno de Metrovalencia, que une todos los rincones de la gran ciudad y sus satélites metropolitanos.
Con esos apeaderos que contaban con gráficas diseñadas por el genial Paco Bascuñán, gran artista desaparecido hace años en plena vena creativa. No hay nada más hermoso en este mundo para un hombre que reconocerse en las cosas que permanecen, inmutables, pese al deterioro del tiempo. Una de ellas es la Estación de Fusta que pese a estar abandonada de la mano de Dios, actual sede de la Policía Autonómica, cuerpo valenciano que debería tener más presupuesto y atención. Su papel debe equipararse al resto de policías autonómicas como los Mossos o la Ertzaina, pero ahí siguen, en un edificio con un reloj parado desde la noche de los tiempos, las verdes celosías históricas pudriéndose y los matojos creciendo por el abandono. Esa estación fue a mitad del siglo XX un centro neurálgico de primera clase para los ciudadanos de Valencia. Recuerdo el trajín de aquellos tiempos cuando, de niños, viajamos con la familia hacia la playa, los chalets de la Eliana y la Cañada y otros destinos prometedores. Sus taquillas, sus andenes sombreados por hermosas acacias, sus quioscos de chucherías. La gaseosa y el vino peleón, los revisores uniformados y con gorra de plata y sobre todo, aquellos vagones verdes de madera, como los que salían en las películas del Oeste pero sin el peligro de los indios o cuatreros.
Aquel tutilimundi de la vieja Estación de Fusta todavía repica en mis oídos cuando cojo el nuevo tranvía de acero inoxidable, pintado con publicidad que ciega las ventanillas, en todos los vagones. Pero aquellos eran trenes, como los que se agarraban en la Estación de Aragón camino de las Sierras. Los tranvías eran otra cosa. El 5 circunvalación, por ejemplo. A ese subía con mis padres en la calle Játiva para ir a ver a mi abuela al Carmen. Con las grandes ventanas abiertas al mundo y donde mi padre me enseñó a leer. Me hacía repetir los carteles de las tiendas que pasábamos. Aquellos ruidos metálicos de las ruedas, el eje que se salía y había que parar hasta que el conductor lo ponía en su sitio. El cobrador sentado en una garita estilo caja de cerillas que expendía billetes de papel de cebolla, la gravilla que se tiraba en las raíles; los rapaces temerarios que se colgaban de los enganches traseros.
En el universo esfumado de los tranvías había otro emblemático, el 7. Unía Russafa con Mislata y pasaba por debajo de las torres de Quart. En Russafa le llamaban el mataviejas porque a la altura del Contraste solía haber accidentes fatales. Los tranvías son antiguallas de las que nadie se acuerda. Durante años, un vagón oxidado permaneció sobre un túmulo en la pista de Barcelona, cerca del Puig, como un monumento a los años cutres de las carbonerías y las tiendas de hielo y esparto, cuando los súper eran un sueño americano.
Sigo soñando con los tranvías, que al igual que la red ferroviaria, desplazada por el AVE y las autopistas, no deberían haber desaparecido. Eran un modo de transporte más humano. Evocan un tiempo de silencio, de armonía urbana, si bien humilde y pobre, pero cargada de la dignidad de la supervivencia. Lo que nos ha traído la modernidad es el caos automovilístico y la contaminación. El recuerdo de los viejos tranvías, como el de los comercios de barrio, o la vida vecinal y solidaria, implica una nueva visión de las metrópolis. La necesidad de recuperar un ritmo de vivir más sosegado frente a la frenética y depredadora sociedad de consumo que antes o después colapsará. Nada de nuevo tiene esto. Ya los viejos sabios lo advirtieron en el siglo XX. Solo hay que releer “1984” de George Orwell o “El hombre unidimensional” de Herbert Marcuse, los textos de Salvador Paniker y otros filósofos del zen para comprobar que estamos avisados. Al menos nos queda el tranvía a la Malvarrosa que sale, como hace un siglo, de la misma estación de Fusta. El achacoso edificio frente al puente de Serranos que lleva al mar.
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