Scott Fitz­ge­rald

Se cumple un siglo de dos obras maestras de la literatura mundial, El gran Gatsby de Scott Fitzgerald y Manhattan Transfer de John Dos Passos. Su escenario, la ciudad de Nueva York. Los miembros de una generación llamada perdida pero cuya obra está lejos de perderse y merece una relectura de urgencia.

A prin­ci­pios de este año 2025, un faná­ti­co lec­tor cayó en la cuen­ta de que no tenía nada nue­vo que leer. Eso que podría pare­cer irre­le­van­te tie­ne una gra­ve­dad espe­cial para todo aquel que sea un antro­pó­fa­go libres­co, devo­re libros como chu­le­tas, y su pul­so vital y aní­mi­co depen­da de las lec­tu­ras coti­dia­nas. Así que nues­tro lec­tor con­tu­maz salió a la calle a rebus­car nove­da­des en las libre­rías de su ciu­dad –que ya cada vez que­dan menos–, pero lo que encon­tró como nove­da­des no pasa­ba de ser la ofer­ta del nue­vo mar­ke­ting edi­to­rial dedi­ca­do a los best sellers, los auto­res habi­tua­les pania­gua­dos de sus «exi­gen­tes» edi­to­ria­les que les exi­gen una obra anual dado el gan­cho de su fir­ma y de los dine­ros inver­ti­dos en publi­ci­dad. Son esos libros pre­mia­dos que se exhi­ben en las gran­des super­fi­cies como si fue­ran ces­tas de melo­nes en super­mer­ca­dos. Así que el hom­bre regre­só a casa y comen­zó a revi­sar en su biblio­te­ca pri­va­da.

La solu­ción esta­ba allí y con­sis­tía en algo que ya había expe­ri­men­ta­do mil veces con exce­len­tes resul­ta­dos: releer bue­nos libros. Nove­las que en su tiem­po le impac­ta­ron y que los años no habían podi­do con ellas; se man­te­nían fres­cas y siem­pre pidien­do a gri­tos ser leí­das de nue­vo. Como pri­me­ra pro­vi­den­cia eli­gió un ejem­plar de la Tri­lo­gía de Nue­va York, en honor de su autor, Paul Aus­ter, el escri­tor de Nue­va Jer­sey, des­apa­re­ci­do dema­sia­do joven el año pasa­do. Tri­ni­dad lite­ra­ria de gran cali­dad que leí­da en los años 80 había mar­ca­do en cier­ta mane­ra su esti­lo de escri­bir y el de muchos nove­lis­tas en cier­nes.

Las tres his­to­rias de Aus­ter que for­man una, suce­den en la capi­tal del mun­do, New York City, cir­cuns­tan­cia que lle­vó al lec­tor, como en una taca­da de billar afor­tu­na­da, a dos obras esen­cia­les que este año cum­plen su siglo de exis­ten­cia. El gran Gatsby y Manhat­tan Trans­fer. Nove­las cuyos auto­res nacie­ron el mis­mo año, Fran­cis Scott Fitz­ge­rald y John Dos Pas­sos, aun­que con des­ti­nos muy dis­pa­res. Ambos habían escri­to sobre el mis­mo esce­na­rio que Aus­ter, la mega­ló­po­lis nor­te­ame­ri­ca­na. Y sus nove­las no podían ser más dife­ren­tes.

Dos narra­cio­nes magis­tra­les que recrean el mun­do de los feli­ces años 20. A sus auto­res les lla­ma­ron miem­bros de la Gene­ra­ción Per­di­da. Sin embar­go, sus obras, lejos de per­der­se, han per­ma­ne­ci­do pode­ro­sas a lo lar­go de los años, como ico­nos indes­truc­ti­bles de la mejor lite­ra­tu­ra, impul­so­ras de nue­vas voca­cio­nes lite­ra­rias en las gene­ra­cio­nes siguien­tes.

Los ana­les seña­lan que fue la sacer­do­ti­sa ora­cu­lar nor­te­ame­ri­ca­na, ins­ta­la­da en el París de las chi­cas follies y el can­cán, Ger­tru­de Stein, la que acu­ñó el con­cep­to; más tar­de, uno de sus cele­bé­rri­mos acó­li­tos, Heming­way, lo inmor­ta­li­zó en un epí­gra­fe de su nove­la Fies­ta, en 1926: «Todos sois una gene­ra­ción per­di­da». Los crí­ti­cos cul­tu­ra­les seña­lan que esa gene­ra­ción fue per­di­da por­que tras las Pri­me­ra Gue­rra Mun­dial pare­ció des­orien­ta­da y erran­te y muchos de ellos se auto­exi­lia­ron en París, huyen­do del nue­vo mun­do, en don­de el gobierno había decla­ra­do la ley seca, que duró una déca­da ente­ra (si bien, gra­cias a ella, se inven­tó el cine y la lite­ra­tu­ra de gangs­ters) para visi­tar el vie­jo mun­do en la con­for­ta­ble ter­tu­lia lite­ra­ria de la pito­ni­sa Stein.

Lo más cho­can­te de la his­to­ria de estos dos escri­to­res de la gene­ra­ción per­di­da, que este año cele­bran ani­ver­sa­rio, es la dis­tan­cia que los sepa­ra. Mien­tras Scott Fitz­ge­rald, y su alter ego, Gatsby, sería con­si­de­ra­do hoy una cele­brity e influen­cer –el gla­mour, la juer­ga, el triun­fo mun­dano– el uni­ver­so neo­yor­quino de John Dos Pas­sos es todo lo con­tra­rio. Esa obra maes­tra, publi­ca­da en 1925, es un rela­to coral sobre las cla­ses popu­la­res y medias del Nue­va York en los happy twen­ties que no fue­ron tan feli­ces como se cuen­ta; la apa­ri­ción de una ideo­lo­gía de cla­se media que cam­bia­ría el mun­do y que eclo­sio­na­ría en 1929 con la Gran Depre­sión. Y la con­sa­gra­ción mun­dial de un autor huma­nis­ta que reco­rrió el pla­ne­ta y lle­gó a estar en Valen­cia en ple­na Gue­rra Civil, pasean­do con Ber­ga­mín, Anto­nio Macha­do y Miguel Her­nán­dez por la calle de la Paz.

Heming­way sí que hizo honor como miem­bro de la gene­ra­ción per­di­da, pegán­do­se un tiro de esco­pe­ta en 1961, en su casa de Idaho, tras dis­fru­tar del vino y los toros en sus estan­cias turís­ti­cas por nues­tro país. Un tipo con­tra­dic­to­rio este Ernest que se foto­gra­fió con los mili­cia­nos en la Ciu­dad Uni­ver­si­ta­ria para salir en el New York Times, pero lue­go no tuvo repa­ros en regre­sar a la Espa­ña fran­quis­ta para ver las corri­das.

De Fitz­ge­rald no cons­ta que estu­vie­ra por aquí, pero Dos Pas­sos escri­bió inclu­so un libro sobre Espa­ña un año antes de su obra cum­bre: Roci­nan­te vuel­ve al camino. En su mag­ní­fi­ca auto­bio­gra­fía, muy difí­cil de encon­trar en libre­rías, Años inol­vi­da­bles, da bue­na cuen­ta de la vani­dad del sui­ci­da Heming­way cuan­do en una visi­ta a su man­sión, Dos Pas­sos lan­zó su som­bre­ro sobre el bus­to del Nobel, a modo de per­cha, y éste le reti­ró el salu­do para siem­pre.

Así que nues­tro lec­tor ha podi­do empe­zar el año con la relec­tu­ra de estas dos obras esen­cia­les de la lite­ra­tu­ra uni­ver­sal que cum­plen un siglo con todos los hono­res. Las edi­cio­nes son vie­jas y sus pági­nas sufren la icte­ri­cia del tiem­po, pero no le impor­tó, vale la pena su relec­tu­ra en este año de incer­ti­dum­bres en el que, quien sabe, nues­tra gene­ra­ción tam­bién se per­de­rá.

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