Entre el confinamiento y la desescalada hay un clima de tensión en la política y sus amplias periferias difícil de respirar. Lo mejor es descolgarse de los muros de Facebook y los venablos hirientes de Twitter, esos instrumentos de la inmediatez que los carga el diablo. La palabra escrita tiene un nivel de vehemencia que, en cambio, se sofoca en la oralidad. Pero estamos reinaugurando el siglo XXI mediante la presencia telemática y el retorno de la escritura por vía digital.
Como ya nadie se traga un debate de tertulianos y mucho menos una sesión parlamentaria si no es para ver el embarazo de Inés Arrimadas –felizmente madraza–, los políticos han decidido volver a tomar la calle y las redes sociales. En esas estamos, en estado de alarma y bronca. Han vuelto cacerolas, sartenes y manifiestos, y tal vez nos encontremos dentro de unas fases con el regreso del adoquín, de gran éxito en los jueves negros del Ensanche barcelonés de la temporada pasada y que tanto favorecieron a Vox.
En Cataluña, más adelantados en la revuelta, han resucitado el cóctel molotov, mientras en Euskadi regresan con las pintadas para excitarse de nuevo con el acojone general. Pero justo al lado, todavía en el seno del subcontinente ibérico, Portugal no solo es capaz de ganar Eurovisión con una balada romántica que no suena cursi, sino que tiene muchos menos contagios y muchos menos muertos por virus, salvo Murcia, de la que nadie habla.
Portugal nos echó una mano en la disputa por los eurobonos con la luterana y fiscalmente opaca Holanda –el modelo que ansían imitar los independentistas catalanes–, y además de ser los únicos que votan por buena vecindad nuestras garruladas eurovisivas, sacan a pasear a su presidente con mascarilla y lo fotografían en la cola del supermercado guardando la distancia de seguridad sanitaria. Por último, y no menos importante, resulta que el presidente portugués, conservador, se lleva muy bien con el primer ministro, progresista.
Aquí, en cambio, andamos empantanados hasta las rodillas, como en los garrotazos de Goya. Para empezar, las ruedas de prensa y los informativos oficiales ya no se pueden ver, ni oír, y no solo por ese castellano torturado que practica con rapidísimos tirabuzones retóricos la ministra portavoz con camafeo, la trianera María Jesús Montero, la única sanitaria que ha pasado de la Medicina a la Hacienda, y de ahí a la política parlanchín.
El meollo de la cuestión comunicacional obra del gurú Iván Redondo es otro, aquel en el que Pedro Sánchez pone rostro de afectado y explica su actividad sin ninguna emoción. No ha nacido para la épica ni para galvanizar a la audiencia. Todo lo contrario.
No sabemos muy bien por qué el presidente en minoría despierta toda suerte de cabreos y se le cuestiona con tantos improperios. Más allá de que se le reproche su capacidad mercantil para cerrar negocios en el infierno con todos los demonios, la poligamia política de Sánchez no recibe más que insultos personales. De su programa de reconstrucción –y de los acuerdos con la UE que debe negociar Nadia Calviño–, no sabemos apenas nada, y de eso tampoco ninguna oposición tiene algo que decir.
Como quiera que su legislatura se asienta en la inestable convivencia con Pablo Iglesias, y que este último tiene necesidad de salir en el encuadre mediático de vez en cuando, Sánchez ha mandado silenciar a José Luis Ábalos, el maestro de esgrima dialéctica contra el extremismo sobre el que se había sostenido ante el intento de sorpasso por parte de Podemos.
En sus almuerzos de trabajo, Iglesias y Sánchez no solo pasan de Ábalos, sino que sacrifican la concertación social de la exlaboralista ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, y además deben compartir manuales sobre cómo controlar sus organizaciones políticas con mano de hierro, a la búlgara. El talante amable de Ximo Puig ya debe saber cómo se las gastan en esa lección.
Entre tanta molicie política solo parecen dispuestos a la moderación, el pacto y la sensatez los diputados que toman las de Villadiego y regresan a Europa. Bajo el síndrome humanista del erasmismo que difundió en Flandes nuestro exiliado Luis Vives, el centrista Luis Garicano escribe artículos para la recuperación económica para El Confidencial o Luis de Guindos se manifiesta a favor de la renta básica para los desfavorecidos, mientras Esteban González Pons rearma un frente latino en el Europarlamento, más mediterráneo que ideológico dado que el diputado valenciano siempre fue sensual y poético antes que derechista.
Gestos de cariz inevitablemente socialdemócratas por parte de políticos conservadores –más bien liberales–, que entienden el momento actual como especial y grave, en el que se hace ineludible la emergencia de la solidaridad y el papelón del Estado. Ver abandonar esta suerte de compromiso histórico que tienen ahora todos los aspirantes a la gobernación del país no puede ser más decepcionante.
Pero ese no es el aroma patrio que respiramos ni la misma bandera que admiramos al arriar. A la escena ha vuelto el fantasmal descarrilamiento de José María Aznar y la mochila perdida del 11‑M. Aznar le ha prestado a Isabel Sánchez Ayuso a su exjefe de comunicación, Miguel Ángel Rodríguez, y este parece dispuesto a vengar aquellos aciagos días en los que Pérez Rubalcaba ganó en las cocinas lo que el aznarismo no supo defender con amplitud de miras y sentido de la historia.
*Artículo publicado en Levante-EMV el pasado 24 de mayo
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