Madrid enferma

La publicación de una serie de datos sobre mortalidad reciente por parte del Instituto Nacional de Estadística (el INE), nos ha permitido tener una idea cabal de la incidencia territorial del Covid-19. Los números son tan contundentes como reveladores. Todas las provincias que han superado en más de un 100% su tasa de mortalidad habitual en lo que va de 2020 se concentran en Madrid y entre el resto de las dos Castillas, la de León y la de La Mancha. Solo Barcelona se incorpora a este mapa herido por la pandemia. Las provincias de Segovia, Madrid, Guadalajara y Ciudad Real superan, incluso, el 200% de incremento letal.

La explicación no puede ser más sencilla: Madrid ha sido el epicentro del coronavirus en nuestro país y su influencia geográfica lo ha expandido de modo progresivo. Madrid es un foco receptor e irradiador como nunca lo había sido, pero esa tendencia, más que visible en los últimos años, ha devenido imparable. Para lo bueno y para lo malo, Madrid, rompeolas de España, kilómetro cero del país en la Puerta del Sol y estación término de la red radial de comunicaciones tanto terrestres como ferroviarias, puerta aérea de entrada de la mayoría de los vuelos internacionales… Madrid, ha dejado de ser metropolitana para convertirse en megalópolis y nadie lo ha previsto ni planificado.

Madrid y su gigantesca conurbación que se extiende a las dos mesetas y a todas las sierras que la circundan –las carpetovetónicas y otras…– ha generado un ritmo de crecimiento y una creciente movilidad, hasta el punto que muchas provincias limítrofes han dejado de serlo como tales para incorporar sus sistemas urbanos en calidad de verdaderos espacios satelizados por Madrid. La pandemia es un fiel reflejo de ello, como lo es también la situación ambiental límite con la polución o los interminables atascos que se producen en las entradas y salidas y por las circunvalaciones madrileñas.

No le ha ido mal a Madrid con la España de las autonomías por más que un cierto madrileñismo exacerbado critique la redistribución política hacia la periferia. Mientras el país se descentralizaba administrativamente creando nuevos polos de atracción –y en algunos casos también para añadir burocracia y crear asimetrías ineficientes–, Madrid ha acaparado el desarrollo de la nación a una escala impensable cuando se instauró el nuevo régimen democrático. La capital lo es hoy en casi todos los órdenes, incluyendo el industrial, el logístico, el futbolístico, el ferial y cultural, el informativo y audiovisual, el educativo y financiero… no hay campo en el que la hegemonía madrileña no sea patente.

Como todo lo que se pudo construir durante la Transición –vigilada de cerca por los ultramontanos y amenazada por los extremismos revolucionarios, no se olvide–, las situaciones más problemáticas se fueron solventando con arreglos intermedios que buscaban la pacificación social antes que la apuesta de riesgo o imaginativa. La arquitectura territorial y su correlato, el sistema de financiación, resultó un apaño muy de última hora. Recordemos la rebelión andaluza contra la vía autonómica 143, las batallas valencianas por la denominación y la bandera, la reivindicación navarra del nacionalismo vasco y otras muchas cuestiones que salpicaron el nacimiento del atlas autonómico español.

En ese momento se colaron las llamadas autonomías uniprovinciales –hasta cinco– por razones ciertamente de campanario. La creación de la autonomía de Madrid con bandera de diseño e himno delirante a cargo del genial ácrata Agustín García Calvo, se justificó por el carácter anómalo de la gran ciudad en relación a la naturaleza más campestre de las provincias castellanas a las que hasta entonces se había asociado. El reajuste geográfico se culminó creando otro artificio, la región de Castilla-La Mancha.

Hoy ya sabemos que aquellos ingenios han provocado errores mayúsculos: las personas siguen su camino, el curso de sus intereses y deseos a lo largo de la tierra y sus ciudades, mientras las administraciones se ciñen a sus competencias. A duras penas, las dos Castillas han planificado su realidad complementándose a su cercanía de Madrid, el elefante urbano. Las demandas del mercado inmobiliario han impuesto su ley, como en Ciudad Real, convertida en dormitorio de Madrid desde que el AVE la acercara a menos de una hora de la estación de Atocha. Al mismo tiempo las instituciones y buena parte de la prensa capitalina confundían a Madrid con España, concentrando a la práctica totalidad de las entidades de carácter nacional del país.

Ese desequilibrio territorial, la poca capacidad del Estado para planificar una política de territorios a la altura de los desafíos actuales, cuando el mundo se ha vuelto telemático y las nuevas calles que nos conectan son las autopistas y las líneas ferroviarias de alta velocidad, es la gran apuesta pendiente de este país, una anomalía que, en parte –y solo en parte–, explica las intolerancias periféricas en forma de nacionalismos irredentos. Más allá de la Castellana parece que resulta imposible el equilibrio del país: anótese el fracaso de los respectivos planes hidrológicos nacionales o de la dirección centralizada de las costas y los puertos desde un ministerio madrileño tierra adentro.

Una falta de planificación que afecta, de modo semejante, a otras grandes ciudades del país que, como el caso de Valencia, todavía no resuelven con mínima eficacia su problemática metropolitana. O que damnifica, incluso, a los municipios de mediano y pequeño tamaño que asumen competencias inviables para sus medios pero que se muestran incapaces de unirse o fusionarse para mejorar los servicios que prestan a los ciudadanos. Y suerte que las denostadas diputaciones les resuelven a estos municipios las cuestiones más esenciales dados como están, la mayoría, preocupados por organizar fiestas patronales y toros embolados…

*Artículo publicado en Levante-EMV el pasado domingo día 7 de junio

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