Sam Wasson explica en «Quinta Avenida. 5 :00 a.m.» (Es Pop Ediciones) el misterio tras el éxito de la protagonista de «Desayuno con diamantes»

No es exagerado decir que Audrey Hepburn representa para las mujeres lo que Marilyn Monroe a los hombres. Aunque la actriz británica (nacida en Bruselas) tiene en su haber un buen puñado de títulos que van de lo bueno a lo genial (Vacaciones en Roma, Charada, Dos en la carretera, Una cara con ángel, Desayuno con diamantes, Robin y María, La calumnia, Sola en la oscuridad…), su nombre no suele figurar en la lista de preferencias de ellos, del mismo modo que nunca falta en el de ellas, (casi) independientemente de su faceta de actriz.

En este misterio ahonda el escritor Sam Wasson en Quinta Avenida. 5:00 a.m. (Es Pop Ediciones) que, más que una biografía de la actriz (apenas hay nada sobre su infancia y su, probablemente exagerado, papel en la resistencia holandesa durante la II Guerra Mundial) es la disección de la historia de una joven que probó en el cine cuando se truncó su carrera de bailarina y se convirtió en un mito que todavía perdura. Watson lo hace de tal modo que hay que darle la razón: Hepburn es un personaje absolutamente fascinante incluso para los que, hasta ahora, la protagonista de Desayuno con diamantes se la haya traído al pairo.
A favor de Wasson —ya que se ganó con El gran adiós la admiración de todos los amantes de la historia del cine— hay que decir muchas cosas, pero sobre todo que su fascinación con Hepburn no le hace caer en la hagiografía. Si Audrey Kathleen Ruston pudo convertirse en Audrey Hepburn, fue por una mezcla de herencia, talento y labor del departamento de Relaciones Públicas de la Paramount dirigido por el mítico LC Lyles.
Como cualquier estrella de la época, la convirtieron en el rostro de un momento, en una aspiración, en un producto que llenaba el hueco que no cubrían Marilyn Monroe, Doris Day o Bette Davis por solo citar solo a algunas de ellas. En realidad, de no haber sido así, ni ella ni el 99% de las grandes estrellas que hoy veneramos hubieran pasado de la categoría de actores o actrices taquilleros. Audrey no fue la excepción, lo que no significa que en ella no hubiera cosas excepcionales.

Ha nacido una estrella
De Hepburn, Wasson descata sobre todo su magnetismo, y no es su opinión personal. Su primer papel importante fue en Gigi (1958), a las órdenes de Vicent Minelli. El talentoso director tenía los derechos de la obra de la francesa Colette, pero se estaba volviendo loco para encontrar una protagonista que tanto a él como a la escritora les gustara. Colette, de carácter volcánico, tampoco quería que cualquiera —daba la sensación de que nadie— encarnase su creación. Y entonces ocurrió el milagro.
La autora gala y primera mujer en presidir la Academia Goncourt estaba disfrutando de unos días de descanso en el Hotel París de Mónaco cuando le dijeron que no podía ir al restaurante porque estaba cerrado por un rodaje. Por supuesto, le faltó tiempo para saltarse la barrera de seguridad y dirigirse a su mesa habitual. De camino, entre insulto y grito, se paró. Ante ella había una actriz desconocida rodando una escena de un truño titulado Monte Carlo Baby (Jean Boyer y Lester Fuller, 1953). Colette lo tuvo claro, era su Gigi y no había más que hablar. Así fue.
Pero Minelli no era el único director en busca de una actriz. Casi al mismo tiempo, en Londres, William Wyler se desesperaba porque no daba con quién interpretara a la protagonista de su próxima película, una comedia romántica a mayor gloria de Gregory Peck. Rebuscando en grabaciones de actrices desconocidas que habían hecho pruebas para otras películas encontró a una joven delgada, no muy alta y de pelo corto. No hacía falta buscar más, esa desconocida sería la princesa Ana que llevaba meses buscando.

Y la actriz hizo a la estrella
Aunque la imagen icónica de Hepburn es la de su personaje Holly Golightly llegando a su casa de la quinta avenida de Nueva York en un taxi con un little black dress en Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961), su camino hasta convertirse en mito comienza antes.
En Sabrina, su primer gran éxito, interpreta a la hija de un taxista que no quiere que se pierda, así que la manda a París a estudiar. El mojigatimo de la época no les permitió ni a Billy Wilder, el director, ni al guionista, Ernest Lehman, dejar claro que el cambio que había experimentado no tenía tanto que ver con su afición a la alta costura —cómo se fraguó su relación con Givenchy da para otro artículo— como que en Europa había conocido a otros hombres. El vestuario se convirtió en la metáfora de que Sabrina se había divertido por su cuenta antes de conocer al hombre de sus sueños. Pero el secreto de Hepburn como mito no es sexual, sino su independencia.
Esa independencia también la aprecia Wasson en su papel de Hermana Lucas, que interpretó a las órdenes de Fred Zinnemann en Historia de una monja (1959). En esa ocasión, encarna a una joven novicia que debe elegir entre sus hábitos y su conciencia en el marco de la II Guerra Mundial. Al final triunfa lo segundo. Literalmente, ni Dios se pudo interponer entre ella y su voluntad de elegir su destino.
Y en eso que llegó el papel de Holly Golightly, la protagonista de Desayuno en Tiffany’s, la ópera magna de Truman Capote, el enfant terrible de las letras americanas. Aunque las diferencias entre el original y la comedia de Blake Edwards son muchas, la adaptación seguía siendo un problema: había que aligerar al máximo la historia de amor entre un gigolo (George Peppard) y una escort hasta hacerla irreconocible.
Para el guionista George Axelrod, que había escrito La tentación vive arriba, la situación era un déjà vu: ya perdió su anterior batalla con la censura y sabía que no tenía nada que hacer sino rebajaba la carga sexual de la historia. ¿La solución? La profesión de Golightly apenas se insinuaría, pero algo tenía que quedar claro: era libre y lo llevaba a gala. ¿Y qué mejor que llegar a casa en taxi sola a primera hora de la mañana y que cada uno imaginara dónde o con quién había pasado la noche?
Paradójicamente, mientras Hepburn se atreve a desafiar la ambigüedad sexual impuesta por los estudios, la oficina de prensa de la Paramount insiste en que ella no es así, que es una madre ejemplar (lo cual es cierto) y amante de su marido, pese a que Mel Ferrer era un maltratador psicológico —como mínimo— que siempre envidió el éxito de su esposa.
Distanciar a la actriz del personaje cuajó en el público, que viendo cómo se metía en el papel de una buscona tejana que cantaba la mítica Blue Moon en la escalera de incendios de su edificio —y la hacía creíble— era una prueba innegable de su talento. Un talento que sin duda tuvo, y que fue sobre el que se construyó el mito.

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