Me lle­ga la noti­cia tris­te del falle­ci­mien­to de Pepe Ibá­ñez tras una peno­sa enfer­me­dad. Estu­vo cer­ca de 40 años al coman­do de la Taber­na Vas­ca Ché, con­ver­ti­do en uno de los per­so­na­jes más sin­gu­la­res de la res­tau­ra­ción valen­cia­na aun­que nun­ca fue de cole­gueos en el sec­tor. Pepe era un gran tipo humano. Naci­do no sé en qué pun­to de la pro­vin­cia de Teruel hace algo más de 71 años, aun­que se labró un futu­ro de joven en el Puer­to de Sagun­to, don­de supon­go que cono­ció a Marián­ge­les, su novia y su mujer de toda la vida.

Jun­tos apro­ve­cha­ron el tras­pa­so –sobre el año 1975 calcu­lo– de un esta­ble­ci­mien­to en la Ave­ni­da del Rei­no de Valen­cia, la Taber­na Vas­ca Ché, y se ins­ta­la­ron en la gran ciu­dad, aun­que en cuan­to pudie­ron adqui­rie­ron un cha­let camino de Ara­gón don­de la fami­lia des­can­sa­ba los domin­gos y se sen­tían cer­ca de los orí­ge­nes.

Pepe Ibá­ñez en dos imá­ge­nes de archi­vo de la Taber­na Vas­ca.

Rei­no de Valen­cia es una de las ave­ni­das más boni­tas de la ciu­dad, una peque­ña dia­go­nal que abre el Ensan­che por la anti­gua vía del tren hacia el Grao. Con­ver­ti­da hoy en un paseo para perros, ani­ma­les que le han gana­do la bata­lla a las her­mo­sas pal­me­ras que la pue­blan, la ave­ni­da estu­vo dedi­ca­da pri­me­ro a la rei­na con­sor­te Vic­to­ria Euge­nia –bisa­bue­la del actual monar­ca–, más tar­de al 14 de abril repu­bli­cano, al ideó­lo­go falan­gis­ta José Anto­nio –que tuvo mono­li­to– y final­men­te al his­tó­ri­co Rei­no de Valen­cia. Pero en tiem­pos de Pepe Ibá­ñez la ave­ni­da era un san­tua­rio para el cine.

El Tyris, el Ave­ni­da, los Mar­tí, el Goya o el D’Or –que toda­vía sigue– eran algu­nas de las salas dedi­ca­das al cine­ma­tó­gra­fo que jalo­na­ban este rin­cón de la ciu­dad. La Taber­na de Pepe, dedi­ca­da mayor­men­te al tapeo, era el lugar ideal para tomar algo antes de la pelí­cu­la. Pepe se sabía los hora­rios de los pases y daba el avi­so a los parro­quia­nos con una cam­pa­ni­lla para que apu­ra­ran sus cro­que­tas o el baca­lao a la viz­caí­na, con­ver­ti­do jun­to a los pimien­tos en sal­sa relle­nos de car­ne en el pla­to mix­to por exce­len­cia de la Taber­na.

Cro­que­ta, baca­lao y pimien­to relleno, el más clá­si­co de los pla­tos com­bi­na­dos de la Taber­na Ché, cuyas rece­tas se remon­tan a cin­cuen­ta años atrás.

Pepe no solo fue res­pe­tuo­so con la car­ta que here­dó de los pri­me­ros pro­pie­ta­rios vas­cos del local –y que ense­ña­ron su rece­ta­rio a la pro­pia Marián­ge­les–, sino que mos­tró una deli­ca­de­za insó­li­ta para con el espí­ri­tu y la esté­ti­ca que había here­da­do. La Taber­na era –y es–, un espa­cio de tra­di­ción ori­gi­nal, con una gran barra de már­mol y unos habi­tácu­los de made­ra sepa­ra­dos por pane­les tam­bién de made­ra que resal­tan por su vis­to­so color ver­de, vas­co.

Ibá­ñez res­tau­ró la his­tó­ri­ca máqui­na de agua de selz que encon­tró en la Taber­na, así como la caja regis­tra­do­ra con teclas y rodi­llo, o el tira­dor de cer­ve­za con la for­ma de las Torres de Serra­nos. Todos los meses de julio mar­cha­ba a los san­fer­mi­nes de Pam­plo­na y apro­ve­cha­ba para pin­tar y remo­zar la Taber­na, que reabría, bri­llan­te, cada mes de agos­to. Pepe Ibá­ñez con­vir­tió su amor por el cos­tum­bris­mo y la his­to­ria here­da­da de aque­llas peque­ñas cosas en todo un ritual. En una ciu­dad como Valen­cia, don­de la liqui­da­ción del pasa­do es lo más corrien­te, los esfuer­zos de Pepe Ibá­ñez por man­te­ner el sabor de un local con pasa­do era del todo enco­mia­ble.

Con sus hijos, el día que se pre­sen­tó en el Ayun­ta­mien­to un libro dedi­ca­do a los comer­cios con sabor de la ciu­dad, muchos de los cua­les tuvie­ron que cerrar des­pués con la subi­da de los alqui­le­res.

Allí crió a sus tres hijos, José Mari, Car­los –que sigue al fren­te del nego­cio– y Belén, y com­par­tió inten­sas jor­na­das con otro Pepe, el bar­man que imi­ta­ba el can­to de los pája­ros y tenía el mayor sur­ti­do de chis­tes que haya cono­ci­do. Por las maña­nas, a lomos de una moby­let­te, Pepe hacía la com­pra en el mer­ca­do, al medio­día diri­gía la sala de la Taber­na que a esas horas se trans­for­ma en una casa de comi­das con­tra el vien­to y la marea de las modas, man­te­nien­do el coci­di­to de los lunes y el arroz al horno del día siguien­te…

Un cono­ci­do parro­quiano de la Ché, Car­los Gon­zá­lez, en la mesa típi­ca sepa­ra­da por para­ba­nes de la Taber­na.

Y por las noches avis­tan­do el cine, hacien­do la con­ta­bi­li­dad y recor­tan­do artícu­los de pren­sa o de char­le­ta ani­ma­da con los veci­nos más alle­ga­dos, con Sara Mon­fort, la madre de José Luis Zanón, la úni­ca per­so­na que salió de casa para tra­tar de cenar en la Taber­na el 23 de febre­ro de 1981, con Miguel Esco­rihue­la y Eli­sa en com­pa­ñía del filó­lo­go Joan Ramon Borràs, con el pena­lis­ta Javier Boix y la ilus­tre letra­da Ampa­ro Palop, o con un ser­vi­dor, que duran­te un tiem­po hice de las mesas del Ché una pro­lon­ga­ción del come­dor de casa.

No hace tan­to tiem­po, Pepe Ibá­ñez seguía echan­do una mano a su hijo Car­los en la mar­cha dia­ria del nego­cio.

Des­can­se en paz y que su espí­ri­tu de con­ser­va­ción sea hon­ra­do por el futu­ro.

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