La calle Museo y del Cabrito en el Carme tiene una larga historia de avatares desde la Guerra Civil hasta la Riada de 1957. En el caserón en el que hoy día se reúne el Consejo Valenciano de Cultura vivió la familia de un niño cuyos recuerdos se pierden en el tiempo.
Entrada al Palau de Forcalló.
Cruzas el puente peatonal de San José, el más entrañable del barrio antiguo, en piedra desde el siglo XVII, bajo la protección antiquísima del santo, viniendo de extramuros, la antigua huerta que como una cenefa verde rodeaba por el oeste la ciudad de los conventos y entras en la calle Na Jordana. Inmersión natural a la morería, caminas un rato y de inmediato aparece la primera calle a la izquierda, Museo se llama, y de pronto ya estás en el escenario fantástico de la antigua Valencia, la más genuina, de menestrales y tenderos, de plazuela medievales y solares con olor a gatos. Una barriada popular plagada de situaciones extraordinarias a lo largo del pasado siglo XX.
En la calle Museo hay varios edificios que han sido protagonistas de avatares trágicos y felices. La escuela de Bellas Artes donde estudió el joven Sorolla allí estaba; la modernidad ha transformado el viejo y magnífico convento del Carmen, en vanguardista centro cultural conocido por el de las cuatro ces. CCCC, que hasta el mismísimo Benlliure se extasiaría con el diseño posmoderno del mobiliario de sus claustros antiguos, ajardinados y en cuyos rincones se solazan ahora las visitas sobre todo de jóvenes amantes del arte.
Este convento fue utilizado en la Guerra Civil como polvorín y la gente que por allí vivía pasó mucho miedo cuando volaban las pavas italianas aviones de Mussolini, a machacar Valencia. Pero la Virgen del Carmen, de la iglesia del mismo nombre, protegió el lugar y los aviones nunca se enteraron de su existencia. Podría ser una leyenda urbana esto último, pues no hay documentación que lo pruebe, pero es emocionante la historia. Y frente a ese colosal edificio que ocupa toda la calle hay un caserón muy singular, el Palau de Forcalló, que era propiedad de unas monjas y que ahora, restaurado ocupa el CVC para sus sesiones. Hace chaflán esa casa decimonónica con un callejón que se llama del Cabrito. Angosto y escondido ese lugar fue el escenario de la infancia de un niño.
Ahora que ese infante es mayor siempre le palpita el corazón al pasar por allí. Esa casa de la Generalitat ahora fue vivienda en los años treinta hasta los años sesenta lo que no es poco y ahí se crio la madre de ese chaval. Mari Cruz se llamaba y era una niña huérfana nacida en una aldea remota de Teruel cuyos padres murieron muy jóvenes de pulmonía en un tiempo en que no había penicilina, y los campesinos españoles andaban como penados, abandonados de la mano de Dios y de rey Alfonso XIII y el dictador jerezano Primo de Ribera que mandaban por entonces.
Entrada al Palau de Forcalló.
Era el año 1924 y la niña que luego fue madre, trasladada a Valencia por una tía, se crio aquí haciéndose valenciana. Y ahí comienza una historia que como un cuento de Andersen está presente en la mente de ese hombre niño que ahora ya no tiene la melena que lucía cuando frecuentaba el pub icono que también está en esa calle Museo y que allí sigue aunque con el nombre cambiado. Mudado de nombre pero no de estilo porque el garito fue refugio de beatniks y artistas en los años 70 y hoy sigue siendo nido de alternativos, indies y otras tribus urbanas que gustan de su terraza tranquila alejada de coches y del tumulto del resto del barrio.
Por aquí pasaron muchas cosas. Desde los sobresaltos de la guerra hasta la tragedia de la Riada de 1957. El hombre niño recuerda siempre lo que contaba su madre sobre este último suceso que marcó a la ciudad para siempre. Que él era un niño pequeño y que estaba de visita con su madre en el caserón de la tía que él llamaba abuela, escasa horas antes de la primera oleada de agua criminal del Turia; que alguien alertó a la joven madre que se fuera con el niño a su casa de Russafa porque el río bajaba muy bravo y se temía lo peor. Y madre e hijo cogieron el tranvía 5 y se alejaron de la ruina. El río se desbordó dos veces, pero en el riada de la noche, que pilló desprevenidos a los vecinos, la cosa estuvo a punto de acabar mal. En el caserón de la abuela, que vivía con sus siete hijos, algunos ya casados, el agua entró por todas partes y estuvo a punto de llevarse a la familia entera al fondo del río. Hasta muy arriba llegó la riada en la calle del Cabrito esquina con Museo y no hay placa que lo señale. El tiempo la ha borrado. La familia de la madre de ese niño nacido en la medianera del siglo XX, vivía en la planta baja.
Riada de 1957.
Si uno entra ahora en el amplio patio con un jardín al fondo, la derecha la ocupa una gran sala rectangular con una mesa en donde se reúne periódicamente el Consejo Valenciano de Cultura. CVC. Sus ventanas enrejadas dan todas a la calle del Cabrito. Y es de maravilla pensar que ese salón moderno fue en el remoto pasado la vivienda de una familia de diez miembros, con sus habitaciones, su cocina que daba al jardín, su inodoro que era un comú, palabro abandonado que se refiere a un inmundo agujero en un cuartucho tres metros cuadrados con papeles del periódico colgando de un gancho para limpiarse el trasero. Añádase a eso una galería con jaulas para gallinas y conejos con los que los domingos hacía la paella suculenta el abuelo que era el tío, consumado granota, accionista del Levante CD y que solo tenía que cruzar el puente de madera para ver los partidos de su equipo.
El hall del actual CVC tenía su portería en los años 30 y en la guerra civil hay anécdotas jugosas para dar y vender que la madre huérfana le contaba siempre a su hijo, el ahora hombre niño que recuerda. Fue el caso de cómo se salvó del camión de la calavera, el capitán Pignatelli, un militar italiano escondido de los republicanos. En aquellos aciagos tiempos todo el mundo temía no solo a los bombardeos de Franco sino a una furgoneta de los milicianos paranoicos de la FAI, con su calavera pintada en la chapa, en busca de enemigos escondidos. Recorría la ciudad por la noche y eso era como un relato de Stephen King. Al que subían al camión desaparecía para siempre. Y del capitán Pignatelli, protegido por la abuela que era tía, la familia era muy religiosa y rezaban cada noche para que los suyos ganaran la guerra, se enamoró la portera de la casa, que era hermana de un miliciano anarquista. La historia se convierte en comedia cuando se sabe que al no hacerle caso el italiano, la familia recomendó a éste que cambiara su actitud ante la portera, pues de lo contrario esta se chivaría por despecho y en ello le iba el cuello. Así lo hizo Pignatelli y salvó el pellejo con un amor hipócrita.
Los «incontrolados» de la FAI.
La mamá del niño que recuerda no explicaba el final de la historia, pero acabó bien al parecer. Y eso no es todo, porque en las tardes aburridas de la casa de la Gran Vía, la madre huérfana, casada con un republicano cabal y nada peleador, contaba a sus hijos sus aventuras como miembro de la quinta columna. Ella era en la guerra una adolescente muy guapa que cruzaba la ciudad con una cesta de huevos en la que escondía un papelito que era un mensaje para un cura o un rebelde escaqueado.
Contaba ufana la madre aquellas aventuras de guerra, con sus 14 años cumplidos, mucho antes de casarse después con un intelectual de izquierdas. El padre de nuestro héroe que no viene al caso porque él era del Eixample y no conoció el barrio del Carmen hasta que comenzó a cortejar a la joven espía de la quinta columna franquista. Cuando la madre contaba todo eso, el padre hacia broma clasista, riéndose de su amada mujer nacida en la calle del Cabrito.
Un mundo de alpargatas y carbonerías, fábricas de esparto, bodegas de aceite de oliva a granel y vino peleón, de carros y olor a boñiga, el de aquel barrio de posguerra que estuvo a punto de ser borrado del mapa por una maldita riada del Turia. Y hasta aquí llega esta historia del caserón donde se reúne hoy el CVC cuyas ventanas enrejadas dan a la calle de la que hacia chanza mi padre, señorito de izquierdas que vivía en la otra ciudad, la del Eixample. Y un último dato, queridos lectores y lectoras, como habréis imaginado, ese niño fui yo.
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