Uno siem­pre se pre­gun­ta qué pen­sa­rán los cien­tos de miles de turis­tas, no espa­ño­les, que visi­tan Valen­cia cada año. Por una sen­ci­lla razón: nues­tra memo­ria gas­tro­nó­mi­ca nos hace revi­vir sen­sa­cio­nes con pla­tos y rece­tas deter­mi­na­das. Y eso con­di­cio­na, para bien o para mal, una expe­rien­cia culi­na­ria. Pero la curio­si­dad asal­ta cuan­do un gui­so que hacía tu abue­la es esco­gi­do por una per­so­na pro­ce­den­te, por ejem­plo, de una cul­tu­ra tan dis­tin­ta a la nues­tra como la esta­dou­ni­den­se. La bir­ma­na. O has­ta la india.

Con­flu­yen dos aspec­tos en los últi­mos años que cada vez están más pre­sen­tes en las nue­vas aper­tu­ras. El pri­me­ro, una apues­ta por los pro­duc­tos de cer­ca­nía y tem­po­ra­da, lo que lle­va a car­tas cam­bian­tes casi cada mes y rece­tas e inno­va­ción cons­tan­te. Y el segun­do, la pues­ta en valor de ingre­dien­tes con­si­de­ra­dos en su día poco gla­mou­ro­sos por diver­si­dad de chefs, pero inser­ta­dos y bien expli­ca­dos por una nue­va gene­ra­ción que da la mis­ma impor­tan­cia a una gam­ba de Denia que a una coli­flor bien coci­na­da.

 

Lee el repor­ta­je com­ple­to de David Blay en el Alma­na­que Gas­tro­nó­mi­co CV

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