G.K. Ches­ter­ton (1874–1936) narra­dor, poe­ta, perio­dis­ta y una emi­nen­cia en el arte de las para­do­jas. Tie­ne una legión de admi­ra­do­res tan­to entre figu­ras des­co­llan­tes de la lite­ra­tu­ra como entre el lec­tor nor­mal y corrien­te. Y el sufi­cien­te talen­to pro­vo­ca­dor como para en 1922 con­ver­tir­se al cato­li­cis­mo, den­tro en un sis­te­ma cul­tu­ral con­tro­la­do por un bri­llan­te lai­cis­mo y el deco­ro ins­ti­tu­cio­nal de la igle­sia angli­ca­na.

Orto­do­xia (cuya tra­duc­ción lite­ral es “correc­ta opi­nión” refe­ri­do a cues­tio­nes reli­gio­sas) tra­ta de argu­men­tar la soli­dez y vir­tu­des del cris­tia­nis­mo en su moda­li­dad cató­li­ca, fren­te al pro­li­fe­ran­te agnos­ti­cis­mo y mate­ria­lis­mo.

Ches­ter­ton en cuan­to cató­li­co expe­ri­men­tal, sor­pren­dió no solo a escép­ti­cos y socia­lis­tas utó­pi­cos, sino a la pro­pia esfe­ra cató­li­ca ins­ti­tu­cio­nal.

Cuan­do apa­re­ce Orto­do­xia en 1909, es un joven escri­tor que ya ha publi­ca­do diver­sos libros y un ensa­yo Here­jes (1905) don­de cri­ti­ca las diver­sas corrien­tes de pen­sa­mien­to domi­nan­te, en ese momen­to, en Gran Bre­ta­ña.

Ches­ter­ton se intere­sa por los nue­vos mora­lis­tas: Ber­trand Shaw, Wells, Tols­toy… Admi­ra sus vir­tu­des, pero advier­te que son vir­tu­des que se han vuel­to locas. Sus exa­ge­ra­cio­nes diver­gen­tes, a Ches­ter­ton no hacen sino iman­tar­lo al cen­tro del que todas huyen: la orto­do­xia.

Toda su argu­men­ta­ción se basa en tres con­vic­cio­nes: con­fian­za en la demo­cra­cia y en el sen­ti­do común de la gen­te nor­mal; cau­te­la ante las leyes físi­cas que se mane­jan para encu­brir el mis­te­rio; y una visión posi­ti­va del mun­do que con­du­ce al per­ma­nen­te agra­de­ci­mien­to, lo que él deno­mi­na “patrio­tis­mo cós­mi­co”.

Su obje­ción al pro­gre­sis­mo ins­ta­la­do es la siguien­te: si los están­da­res mora­les cam­bian con el tiem­po, no tie­ne sen­ti­do apo­yar­se en los están­da­res mora­les, y eso hace impo­si­ble mejo­rar las cosas.

El pro­pó­si­to últi­mo lo sin­te­ti­za así: ¿Cómo con­se­guir que el mun­do nos asom­bre al mis­mo tiem­po que nos sen­ti­mos en él como en casa? Pre­sen­ta la fe como algo que res­pon­de per­fec­ta­men­te a esa doble nece­si­dad del espí­ri­tu humano: armo­ni­zar lo fami­liar con lo mis­té­ri­co.

Su pro­ce­so de con­ver­sión lo resu­me como “exó­ti­cas aven­tu­ras en bus­ca de lo obvio”. E “inten­té ser ori­gi­nal ‑que los Cie­los me per­­do­­nen- y sólo con­se­guí inven­tar por mi cuen­ta una mala copia de las tra­di­cio­nes que ya exis­tían en nues­tra reli­gión” Ase­gu­ra que su libro no es un tra­ta­do teo­ló­gi­co sino una suer­te de auto­bio­gra­fía errá­ti­ca.

A pro­pó­si­to de lo mis­té­ri­co, obser­va que “acep­tar todo es un ejer­ci­cio, enten­der todo es un ago­bio. El ver­da­de­ro poe­ta solo desea ele­var­se y expan­dir­se. Sólo quie­re meter su cabe­za en los cie­los. En cam­bio, el lógi­co se empe­ña en meter los cie­los en su cabe­za. Y esta­lla”.

En su opi­nión, lo que man­tie­ne a los hom­bres sanos y cuer­dos es lo mís­ti­co. Mien­tras haya mis­te­rio, hay salud; en cuan­to se esfu­ma, se ori­gi­na la enfer­me­dad. El secre­to de la visión mís­ti­ca con­sis­te en esto: el ser humano pue­de enten­der todo gra­cias a lo que no entien­de. El lógi­co obs­ti­na­do inten­ta que todo sea cla­ro y solo con­si­gue que todo sea mis­te­rio­so.

El círcu­lo es per­fec­to e infi­ni­to pero su tama­ño que­da fija­do; no pue­de ser más amplio o más redu­ci­do de lo que es. Pero la cruz, como lle­va en su núcleo un cho­que y una con­tra­dic­ción, pue­de alar­gar sus cua­tro bra­zos sin lími­te, sin alte­rar su for­ma. Dicho de otro modo: el budis­mo es cen­trí­pe­to; el cris­tia­nis­mo es cen­trí­fu­go.

El mun­do moderno está lleno de anti­guas vir­tu­des cris­tia­nas que se han vuel­to locas. Y se han vuel­to locas por­que se han sepa­ra­do y andan cada una por su cuen­ta.

Ches­ter­ton sos­tie­ne que es absur­do “plan­tear la dis­yun­ti­va entre razón y fe por­que la razón, en sí mis­ma, es un acto de fe”.

La tarea apo­lo­gé­ti­ca de Ches­ter­ton evo­ca ‑un siglo más tar­de y con argu­men­tos bien distintos‑, la que efec­tuó Fra­nçois René Cha­teau­briand en su admi­ra­ble El genio del Cris­tia­nis­mo. Resul­ta dudo­sa la efi­ca­cia que pue­da tener Orto­do­xia para la con­ver­sión con­fe­sio­nal de un lec­tor escép­ti­co; no lo es el talen­to para­dó­ji­co, el can­dor lúci­do de esta obra de Ches­ter­ton.


Títu­lo: Orto­do­xia

Autor: C.K. Ches­ter­ton

Tra­duc­tor: Juan Luis Lor­da

Edi­to­rial: Rialp

Pági­nas: 307

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