El caso Maenza lo es no solo por su sospechosa muerte en Teruel sino por el efecto explosivo de su presencia entre la intelectualidad valenciana de los 70

Hubo un tipo joven que llegó a Valencia a principios de la década de los 70 y puso patas arriba a toda la intelectualidad indígena. La contracultura valenciana y el cine underground no habrían sido los mismos sin él. El tipo se llamaba Antonio Maenza, era de Teruel, y rodó aquí una película rarísima titulada Orfeo, filmado en el campo de batalla que con el tiempo se ha convertido en el no va más de la contracultura local de los últimos años del pasado siglo.
En la coqueta galería Railowsky se ofició un cónclave casi secreto que reunía a todos aquellos, pocos, que querían saber más allá de lugares comunes la realidad cultural de los tiempos del cine independiente. Los profesores de audiovisual y comunicación Fernando Ros y Carles Candela montaban una charla sobre un personaje que como un ave Fénix de la revuelta resurge otra vez para combatir la desmemoria.
Un cineasta que no vende nada y que sigue enterrado en el olvido de su cementerio en la ciudad de Teruel. Un cineasta colaborador de Buñuel, amigo de Pere Portabella y del poeta megamaldito Leopoldo María Panero que nada tiene que ver ni con Almodóvar ni con las modernidades de los años 80 de la libertad sin ira.

Antonio Maenza, nacido en Teruel en 1948 y fallecido en extrañas circunstancias en el invierno de 1979, y esas circunstancias podrían ser macabras porque muchos de sus amigos vivos piensan que fue presuntamente asesinado de una brutal paliza a manos de un grupo de matones turolenses de extrema derecha.
La muerte del joven cineasta maño sigue siendo una incógnita. Lo único que queda de Maenza son una serie de películas filmadas en 16 mm, al final de los años 60 y que cultivan polvo en la Filmoteca, y el documental sobre su peripecia de Carles Candela, Cinematógrafo, magnetófono, buen chico y sádico de 2012 y que ha pasado sin pena y poca gloria por algún festival.
La relación de su cine y su vida también se puede leer en mi ensayo El baile de los malditos (Cine independiente valenciano, 1967-1975) trabajo exhaustivo sobre todos los cineastas underground del momento, publicado por la Filmoteca en 1999. Este libro también duerme el sueño de los justos con 300 ejemplares enterrados en los almacenes de la Filmoteca. Como el mismo Maenza, la desidia ha perseguido al libro maldito.
El caso Maenza lo es no solo por su sospechosa muerte en Teruel sino por el efecto explosivo de su presencia entre la intelectualidad valenciana de los 70. Como escribió Oswaldo Muñoz, gran amigo suyo en sus correrías por Valencia, en la necrológica que le escribió en 1990: “Al conversar con él me percaté de inmediato que aquel individuo no estaba hecho del mismo molde que el resto de progresistas de aquella época”.

La época era la agonía del franquismo, en los primero 70, y el ambiente en la cultura juvenil estaba muy revuelto. Si no estabas en partidos clandestinos eras un apestado. Y el espíritu provocador y atípico, fuera de la política estalinista del momento, provocó que lo cancelaran de inmediato porque lo que hacía era un cine muy raro, sin pies ni cabeza, a la manera del Perro andaluz de Dalí y Buñuel.
Así que en esa tarde de coloquio en Railowsky estábamos para recordar al personaje. El profesor Ros habló de “esa perturbadora memoria”. Entre los presentes se encontraban los pocos que conocimos al cineasta en persona: el catedrático de Matemáticas, Lluís Puig, amigo y actor de sus películas; Ros y yo mismo.

El realizador Candela pasó un montaje de escenas sobre todos aquellos que sabían del cineasta maldito. El poeta semiólogo Jenaro Talens, que lo consideró siempre un artista incomprendido y excepcional: “Su cine es un vivero de ideas y sensaciones. Venía de aplicar el malditismo de Bataille, que recuperó a Maldoror y Artaud”.
El cineasta Pere Portabella, que financió alguna de sus películas imposibles: “Era un hombre frágil”. Una madura Emma Cohen, amiga de Antonio, que declaró que por entonces para todo aquel grupo de raros, “fue mejor hacer que protestar”.
En el citado libro El baile de los malditos, se narran los avatares de la producción fílmica de Maenza y su generación de realizadores en súper 8, olvidados en el tiempo. Pedro Uris, Rafa Gassent, Lluís Rivera, Josep Lluís Seguí, María Montes, García de Val, Casimiro Gandía y Carles Mira, entre otros. Todos héroes del silencio que en los 70 intentaron seguir las enseñanzas de Jonas Mekas y los cineastas rebeldes neoyorquinos que querían hacer “no películas rosadas, sino películas del color de la sangre”.
El maño Maenza, dejó buena huella en la vanguardia valenciana de la transición. “Estar con él era como ver por primera vez las cosas” escribió un amigo. Muy relacionado con otro loco del momento, Leopoldo María Panero, clamaba por algo que ahora se antoja visionario: “Ni amos ni esclavos, las ideologías son como las religiones, y engendran la maldad, tenemos que seguir pensando en otra solución”. Cuando en el helado diciembre turolense de 1979 el joven cineasta apareció sobre un charco de sangre con la cabeza rota en una calle de su ciudad, el caso se ocultó. La versión oficial, un suicidio, la de sus amigos, un crimen. El caso Maenza sigue abierto.