Enor­me inte­rés des­pier­ta este artícu­lo divul­ga­ti­vo sobre la cul­tu­ra de los que­sos, por lo que lo repro­du­ci­mos, pro­ce­den­te de la sec­ción dedi­ca­da a la mate­ria pri­ma por el perió­di­co La Van­guar­dia. Las imá­ge­nes son del fon­do Getty.

La cor­te­za de los que­sos es una de esas cues­tio­nes sobre los que se duda si será con­ve­nien­te o no comér­se­las. No hay una sola res­pues­ta.

Entre las que no debe­ría­mos apro­ve­char, las arti­fi­cia­les ocu­pan el pri­mer lugar de la lis­ta. Por­que sue­len aña­dir­se una vez ela­bo­ra­do el que­so y están hechas con cera, para­fi­na, acei­tes mine­ra­les e inclu­so algún tipo de pin­tu­ra que las hacen poco sabro­sas y menos diges­ti­vas.

Tam­po­co todas las natu­ra­les son agra­da­bles de comer. Pero sí las que no sólo apor­tan sabor al que­so, sino tam­bién ele­men­tos bene­fi­cio­sos para la salud que faci­li­tan la diges­tión o refuer­zan el sis­te­ma inmu­no­ló­gi­co.

Entre las que no debe­mos comer, las cor­te­zas arti­fi­cia­les ocu­pan el pri­mer lugar

Algu­nas de esas cor­te­zas arti­fi­cia­les se detec­tan sin pro­ble­mas. Es carac­te­rís­ti­ca la cera roja o ama­ri­lla que envuel­ve los lla­ma­dos que­sos de bola, el Edam, Gou­da y otros.

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Que­sos Gou­da.

En cam­bio no se ve con tan­ta faci­li­dad cuan­do se tra­ta de losman­che­gos y otros que­sos tra­di­cio­na­les espa­ño­les. No son natu­ra­les, por ejem­plo, las cor­te­zas de color negro, o las que son muy blan­cas y bri­llan­tes. Las natu­ra­les tie­nen tonos menos lim­pios, más marro­no­sos o ama­ri­llen­tos, y tam­po­co sue­len tener bri­llo.

Esos recu­bri­mien­tos se aña­den para pro­te­ger el que­so de posi­bles pató­ge­nos, de la hume­dad y tam­bién para pro­por­cio­nar­les un mejor aspec­to. Nor­mal­men­te deno­tan un pro­duc­to de menor cali­dad y pro­duc­ción indus­trial. En esos casos está total­men­te des­acon­se­ja­do apro­ve­char la piel. Aun­que no sea tóxi­ca y sus com­po­nen­tes estén auto­ri­za­dos por la legis­la­ción espa­ño­la, no apor­tan nada bueno.

Algu­nas cor­te­zas se aña­den para pro­te­ger el que­so de posi­bles pató­ge­nos, de la hume­dad y tam­bién para pro­por­cio­nar­les un mejor aspec­to.

NO TODOS LOS ARTESANOS SON IGUALES

Las de ori­gen natu­ral se pro­du­cen de for­ma espon­tá­nea a lo lar­go del pro­ce­so de madu­ra­ción y, en prin­ci­pio pue­den comer­se por­que no tie­nen nin­gún ele­men­to aña­di­do arti­fi­cial­men­te, sobre todo si se tra­ta de que­sos arte­sa­nos.

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Que­so man­che­go.

Cuan­do más tiem­po tar­de en curar­se, más fina y más dura será la capa, por lo que a veces cuan­to mejor es el que­so peor es su cor­te­za.

Eso ocu­rre por­que los mohos que se van for­man­do en la par­te más exter­na de la pie­za van per­dien­do hume­dad, lo que hace que la capa pro­tec­to­ra se vaya redu­cien­do pau­la­ti­na­men­te.

En ese pro­ce­so tam­bién se inten­si­fi­ca el sabor, en oca­sio­nes has­ta alcan­zar cotas bas­tan­te fuer­tes y des­agra­da­bles. Aun­que en cues­tión de gus­tos no hay nada escri­to.

Hay cor­te­zas que se pro­du­cen de for­ma espon­tá­nea a lo lar­go del pro­ce­so de madu­ra­ción y que sí pue­den comer­se.

Si se duda, se pue­de pro­bar un tro­ci­to para ver si mejo­ra o no el pro­duc­to antes de deci­dir­se a qui­tar la piel o no.

Ocu­rre con los man­che­gos, o con los Idia­zá­bal, entre otros muchos, y en espe­cial con el Par­me­sano Reg­giano, prác­ti­ca­men­te impo­si­ble de mas­ti­car.

Algu­nos que­sos se some­ten a un pro­ce­so de bañar­los en acei­te de oli­va, vino o sidra, que apor­tan sabor a la par­te exter­na, y la idea es con­su­mir­los sin qui­tár­se­la. Lo mis­mo que cuan­do se recu­bren con pimen­tón o hier­bas aro­má­ti­cas.

Cuan­do el moho aña­de sabor

Otro tipo son los que crean una capa moho­sa que en oca­sio­nes pue­de ser aña­di­da por méto­dos tec­no­ló­gi­cos con­tro­la­dos duran­te el pro­ce­so de ela­bo­ra­ción. Al ter­mi­nar, se cepi­llan, pero siem­pre que­da esa par­te blan­ca que dis­tin­gue el Rulo de Cabra o muchos de los que­sos fran­ce­ses, como el Brie, Camem­bert y simi­la­res.

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Brie.

No sólo es que se pue­dan comer, sino que se con­si­de­ra que apor­tan valor al que­so, ya sea por su carac­te­rís­ti­co sabor o por ele­men­tos que con­tie­ne, como pro­bió­ti­cos o peni­ci­li­na, bene­fi­cio­sos para la salud. Los puris­tas con­si­de­ran poco menos que una here­jía dese­char­la.

La cor­te­za de estos que­sos pro­ce­de de la mis­ma leche con que se ela­bo­ran. Esta se va degra­dan­do y desa­rro­lla bac­te­rias, mohos y otros com­pues­tos que for­ma­rán una piel blan­que­ci­na. Lue­go se pue­de ir aña­dien­do ingre­dien­tes como sal, vino o uvas pasas.

La cor­te­za de los Brie o Camem­bert pro­ce­de de la mis­ma leche con la que se ela­bo­ran.

Tam­po­co se reco­mien­da apro­ve­char las que recu­bren que­sos muy cre­mo­sos, tipo tor­ta del Casar, por­que son las que tie­nen más acti­vi­dad bac­te­ria­na, y ade­más no apor­tan nada al pro­duc­to, ni siquie­ra sabor.

En varie­da­des como el Roque­fort y otros pare­ci­dos, como el Gor­gon­zo­la ita­liano, el Cabra­les y los deno­mi­na­dos azu­les o vetea­dos, la cor­te­za ape­nas se dis­tin­gue del que­so y son difí­ci­les de sepa­rar.

En su ela­bo­ra­ción inter­vie­ne el peni­ci­li­nium roque­for­ti, un hon­go que for­ma esos mohos carac­te­rís­ti­cos.

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Que­so Roque­fort.

Al pare­cer, ya en la pre­his­to­ria exis­tía ese tipo de que­so, que se pro­du­cía de for­ma natu­ral al cua­jar­se la leche mater­na en el estó­ma­go de los ani­ma­les. Al cazar los que aún esta­ban maman­do se podía extraer ese “que­so”, que for­ma­ba par­te de la die­ta de nues­tros leja­nos ances­tros.

Hay una excep­ción váli­da para cual­quier tipo de que­so y es que las muje­res emba­ra­za­das no debe­rían comer nun­ca la cor­te­za, sus­cep­ti­ble de con­te­ner bac­te­rias peli­gro­sas para su salud y la del feto.

Los autén­ti­cos fans del que­so, sin embar­go, pro­po­nen apro­ve­char­lo todo de este pro­duc­to, inclu­so las cor­te­zas natu­ra­les difí­ci­les de comer. Se pue­den uti­li­zar para hacer sal­sas y tam­bién en los risot­tos y algu­nos tipos de cal­dos, a los que dan un par­ti­cu­lar sabor sala­do.

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