El dise­ña­dor Juan Duyos

Los cíni­cos grie­gos detes­ta­ban los tabúes de tal mane­ra que defen­dían la cos­tum­bre de comer cadá­ve­res, inclui­dos los fami­lia­res y pre­fe­ren­te­men­te el del padre, pero no como una bou­ta­de o moda absur­da tan de nues­tro nue­vo siglo sino como una mane­ra de exor­cis­mo ante la rup­tu­ra de un sumi­nis­tro afec­ti­vo. No es nece­sa­rio recu­rrir a la ima­gen de estos fes­ti­nes maca­bros para com­pro­bar que muchas de las cos­tum­bres que han exis­ti­do en la his­to­ria de la hos­te­le­ría se han eli­mi­na­do por­que hemos per­di­do el sen­ti­do que las acom­pa­ña­ban o por­que han aca­ba­do por resul­tar ridí­cu­las. Aquel sumi­ller que se acer­ca­ba a la mesa con una col­cha pla­tea­da col­gan­do del cue­llo para catar el vino ha que­da­do rele­ga­do como la reli­quia de aque­llos tiem­pos en los que aña­dir pom­pas daba sen­sa­ción de pres­ti­gio a la aña­da y al esta­ble­ci­mien­to.

Sin embar­go hay cues­tio­nes a la hora de pre­sen­tar una sala que debe­rían ser inmu­ta­bles. Una de ellas es la cha­que­ti­lla ‑nun­ca enten­de­ré el dimi­­nu­­ti­­vo- de los coci­ne­ros, que la sema­na pasa­da fue obje­to sufi­cien­te para que la Guía Rep­sol, que lle­va ya cua­ren­ta y cua­tro res­tau­ran­tes valen­cia­nos reco­no­ci­dos con sus pre­mios Sol, vis­tie­ra a nues­tros coci­ne­ros con una nue­va pren­da dise­ña­da por Juan Duyos. La inno­va­ción de esta pren­da esti­li­za­da al máxi­mo y hecha con algo­dón reci­cla­do, inclu­ye pro­tec­ción con­tra el fue­go y las man­chas, así como la pre­vi­sión de que las axi­las de los chefs pue­dan trans­pi­rar sin nece­si­dad de res­pi­ra­de­ros en for­ma de agu­je­ros. Feli­ci­da­des por esta ini­cia­ti­va que fue reci­bi­da con agra­do y en per­so­na por res­tau­ran­tes como el de Kiko Moya, Qui­que Dacos­ta, Cama­re­na o La Sucur­sal.

Solo fal­ta que esta moder­ni­za­ción dé lugar tam­bién a un deba­te sobre la nece­si­dad de eva­luar las nece­si­da­des de las cha­que­ti­llas de los tra­ba­ja­do­res de sala por­que hay que cui­dar sis­te­má­ti­ca­men­te el esti­lo, a fin de que la teo­ría, es decir, el com­pen­dio de las obser­va­cio­nes y de las deduc­cio­nes de los demás, se trans­for­me en una cos­tum­bre men­tal.

El dise­ña­dor Juan Duyos

La faci­li­dad en que se pue­den encon­trar cama­re­ros con inma­cu­la­das cha­que­tas blan­cas en todas las capi­ta­les del mun­do como Madrid, Roma, Lis­boa o Aus­tria vie­ne sin duda de la posi­bi­li­dad de que sus esta­ble­ci­mien­tos sean visi­ta­dos por gen­te de deter­mi­na­da noble­za en cuyos pro­to­co­los no entra el ser ser­vi­dos en man­gas de cami­sa. Pero tam­bién por con­ser­var aque­llo que se lla­ma­ba “dis­tin­ción”. La dis­tin­ción en hos­te­le­ría no ahon­da en la bre­cha de las cla­ses socia­les de la mis­ma mane­ra que sí lo hace la seño­ra que obli­ga a su emplea­da de hogar a usar cofia. Evi­ta pos­te­rio­res des­cui­dos como que el cue­llo de la cami­sa no esté per­fec­ta­men­te lim­pio, que la cor­ba­ta lle­ve el nudo mal hecho o que, al menos, se use cor­ba­ta. De con­ce­sión en con­ce­sión, se lle­ga a los puños mugrien­tos y a los zapa­tos sucios. Inclu­so el acto de afei­tar­se dia­ria­men­te, por ejem­plo, impo­ne una dis­ci­pli­na cor­po­ral y una ele­gan­cia men­tal. De nada sir­ve, y menos aún para la igual­dad social, acu­dir impe­ca­ble­men­te ves­ti­do a un esta­ble­ci­mien­to si en nues­tro alre­de­dor esta­mos rodea­dos de lam­pa­ro­nes y soba­cos suda­dos. Evi­tar un pel­da­ño de la vul­ga­ri­dad aho­rra res­ba­lar por toda la esca­le­ra, mien­tras que otor­gar­nos a noso­tros mis­mos una dis­trac­ción abre las cata­ra­tas del los abu­sos irre­vo­ca­bles. De ello nos dan lec­cio­nes, a dia­rio, las per­so­nas de ori­gen sud­ame­ri­cano que viven en nues­tro país y que sin muchos recur­sos eco­nó­mi­cos saben que al ir bien pei­na­dos, con la ropa sin des­hi­la­char per­fec­ta­men­te com­pues­ta, plan­cha­da y los zapa­tos pri­mo­ro­sa­men­te bolea­dos, se dis­tin­guen de nues­tra socie­dad deca­den­te a tra­vés de cos­tum­bres que vie­nen de nues­tros ante­pa­sa­dos y que hemos olvi­da­do por creer que el des­cui­do es algo moderno y desea­ble que, por algu­na mis­te­rio­sa razón, nos igua­la demo­crá­ti­ca­men­te.

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