Lo que se leyó con devoción en el pasado puede llevar, releído años después, a decepciones sangrantes. La lectura como tabla de salvación en la madurez sigue siendo algo esencial. Y la historia de la literatura y los literatos está llena de desilusiones. Tus héroes tenían los pies de barro.
Mujer leyendo, de Matisse.
La lectura como obsesión puede llegar a producir problemas. Llegado a un peaje de la existencia en el que el hedonismo físico, sexual y orgánico deja de ser una necesidad, el viejo lector se refugia en su mejor hábito. Leer lo que no tuvo tiempo o en el mejor de los casos, sin tener nada a mano, releer lo que le hizo como es. A partir de cierta época la lectura, los libros, se convierten en el mejor amante posible. Sin una buena historia no hay futuro. La otra cara de ese placer inconsútil de releer a tus grandes amores es la decepción. Lo que a los treinta leíste con fruición décadas más tarde se convierte en otra cosa. Tu mirada se agudiza con los años, tu sabiduría también y comienzas a encontrar pegas en los viejos amigos de la época subversiva.
Por descontado, que para el sicópata lector siempre hay una salida que no falla. Los clásicos. Los poemas eternos de Rimbaud o Verlaine. Aquellos autores universales que marcaron el camino y como chamanes de la cultura escrita jamás defraudan. Don Miguel de Cervantes, Plutarco, Jenofonte, Dante, Quevedo, Góngora, Vélez de Guevara, Dickens, y mas modernos, Stevenson, Melville, Kafka, Poe, Baroja, Pérez Galdós, Lorca, Rulfo, Yourcenar, Emily Bronte, Carson McCullers, Borges…, la lista es, por fortuna, interminable, eterna como la muerte; esos abuelos y abuelas no envejecen.
Hay que tenerlos bien a mano en la biblioteca para recurrir a ellos cuando flaquea el ánimo y la vida parece un túnel oscuro sin salida al final. Aplicado a la música todavía es más fuerte. Solo permanece en el placer de los oídos lo más remoto, ancestral. La autenticidad anida en lo primitivo, por eso un son cubano jamás dejará de alegrar el alma, o las canciones del nigeriano Fela Kuti, o las baladas de Víctor Jara o Gabriela Vargas, las soleares de Camarón y las guitarras de Paco de Lucía, las cantatas de Bach y los cuartetos de Shostakovich; los blues de John Lee Hocker y las primeras guitarras de Clapton y J. J. Cale.
Todo eso es nuestro tesoro personal y colectivo, una isla de placer en medio de la barbarie del siglo XX, con sus fascismos y masacres. Eso es agua pasada. Nos esperan nuevas salvajadas pero aguantaremos. Volvamos a la literatura y su papel narcótico y curativo del alma. En ella también hay un gran espacio para la decepción. Llevo escrito hace tiempo que autores como Truman Capote y Patricia Highsmith, James M. Cain o Chandler, alegraron mi imaginación hace años y catapultaron mis ansias de escribir. Como Lowry o García Márquez. He vuelto a ellos y se me ha caído el alma a los pies.
Algo ha sucedido, ha cambiado el rumbo, como un bajel perdido en la tormenta de los años. He descubierto en Verne a un racista feroz con un desprecio letal a los pueblo aborígenes de sus aventuras, un supremacista. En Chandler comienzan a aburrirme sus excesivas metáforas y sus “como si”, en Patricia, a la que devoré hace décadas con pasión, descubro una prosa excesiva, un relleno de innecesaria prosa, con circunloquios descriptivos que lastran la tensión argumental. Pero de todos, el autor que se me ha desmoronado, como el buda destruido por los talibanes en Afganistán, con sus pies de barro, es el gran Capote. El ejemplo palmario del camino que lleva de la lucidez y el rigor a la vanidad y la ambición desmedida. Con motivo de la serie Swans que se prepara sobre su vida con las millonarias, el chaval de Nueva Orleans vuelve a estar en el candelero.
Capote fue un gran escritor al principio y parió un libro esencial, A sangre fría. Años de trabajo, con mentalidad de periodista de investigación admirable. Como enseña el gran Kapuzinsky en su indispensable obra Viajes con Heródoto sobre el arte de la investigación. Pero después de escribir varias obras excelentes como Desayuno en Tifannys, Capote abandonó el periodismo, y la cagó de manera espectacular escuchando las falsas campanas de la fama y, sin lugar a dudas, además de inventar la novela reportaje, creó el famoseo, el rollo celebrity, el famoseo y la cursilería. Se editaron sus relatos de juventud que son como historias mariquitas para niños y niñas pijas de la costa Este. Y no fue consciente del asunto hasta el último momento, porque en su prologo a Música para camaleones, su mejor obra, describe como barrunta Plegarias atendidas, un intento de dejar de ser el muñeco literario de la élite neoyorquina. Ese libro le buscó la ruina al contar los cotilleos de la élite y sus brujas cargadas de joyas, que lo mimaron como a un bebé.
Llegados los últimos años de su fulgurante carrera, por fortuna dejó a un lado sus cotilleos de plegarias y se puso con Música para camaleones. Obra esencial para todo escritor que quiera aprender la excelencia narrativa. Capote reflexionó en el prólogo a este texto sobre la necesidad de un cambio de estilo: “Modificó enteramente mi concepción de la escritura, mi actitud hacia el arte y la vida y el equilibrio entre ambas cosas, y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente cierto”.
En su incomparable Música para camaleones, “había encontrado una estructura dentro de la cual podía integrar todo lo que sabía acerca de escribir”. Y vive Dios que lo consiguió. El resultado es un libro de relatos extraordinario, escrito cuatro años antes de hundirse en el abismo de la autodestrucción. El escritor regresó a la sencillez de la escritura, a su ideal de que lo escrito fuera tan claro como un torrente de montaña. Capote inventó el famoseo en los años 70, el mismo que lo destruyó entre sus contemporáneos, pero a cambio se convirtió en un creador universal. Maestro total de la prosa deliciosa, rumorosa como una fuente salvaje de agua del deshielo.
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