En aquella biblioteca que hoy ya no existe, charlaban el abogado Garcia Esteve, el poeta Jose Miguel Romá, amigo de Gil Albert, el escultor torrentino Vicente Pallardó, el pintor Genaro Lahuerta, el critico Aguilera Cerni…
En una tarde de domingo de invierno de 1962, la lluvia tras los cristales, el viento desmelenando los plátanos de la Gran Vía, una década exacta después del fin de las cartillas de racionamiento en el afligido país, un niño espía tras unas cortinas de satén la habitual tertulia de su padre. Disfruta de la escena como si estuviera ante una obra teatral. Lo que más le atrae es el olor a café, al anís que beben las señoras y el coñac de los hombres, y el exquisito aroma de los habanos que los caballeros fuman con deleite.
No es una tertulia cualquiera, sucede en el salón biblioteca de mi padre, una habitación que bien podría haber sido decorada por Don Ramón Gómez de la Serna, cuya obra completa luce en una de las baldas, por su barroquismo y profusión no solo de libros sino de objetos de lo más variado: acuarelas, pequeñas esculturas, reproducciones de mercadillo de vestales griegas, fotografías y una tortuga mediterránea llamada Matusalén que dormita bajo el sofá. Don Ramón tenía un estudio exactamente igual, tortuga incluida.
Aquellos años eran así, los intelectuales se reunían en sus casas privadas para desfogarse un rato de las miserias cotidianas de los tiempos duros. Mi padre, que no tenía un duro, ejercía de alegre anfitrión en aquellas veladas compuestas por lo más granado de sus amigos y sus esposas. Era un señor bajito y calvo de buena familia que iba para abogado pero la guerra civil le obligó a alistarse; salvó el pellejo, y cuando regresó del campo de concentración francés y vio en Barcelona la procesión del Corpus ya no tuvo ganas de seguir.
Así que mi abuelo, que era un señor con influencias, le buscó un empleo de chupatintas y pudo casarse y por eso estoy yo ahora aquí escribiendo esta historia.
El niño que ama el olor a tabaco y café, observa pasmado la euforia de los contertulios entre los que hay pintores, escultores, poetas, funcionarios y miembros de partidos clandestinos, como mi tío José Luis, ilustre matemático que tiene vedado el acceso a la docencia y está fichado porque es miembro del PCE y que en una ocasión se trajo a la tertulia al mismísimo Jorge Semprún en la época en que era Federico Sánchez. Mi madre era muy guapa y en aquellas reuniones, las esposas de los progres se cortaban el pelo a lo garçon y fumaban cigarrillos Kent sin tragarse el humo. Los señores ilustrados hablaban más de cultura, arte y libros que de política.
En aquella biblioteca que hoy ya no existe, charlaban el abogado García Esteve, el poeta Jose Miguel Romá, amigo de Gil Albert, el escultor torrentino Vicente Pallardó, el pintor Genaro Lahuerta, el critico Aguilera Cerni…
Mi padre tenía poco de chupatintas, era el custodio de una colosal biblioteca que forraba las cuatro paredes del salón desde el suelo hasta el techo. En realidad, al hombre le chiflaba escribir ensayos, pensamientos, como entretenimiento personal y obsequio a sus amigos; tecleaba compulsivo su pequeña Olivetti, cada tarde de todos los días del año, menos cuando compartía con sus colegas. Lo que escribía era impublicable, así que su obra ha permanecido inédita para el público en general y es como si estuviera enterrada con él.
El hombre se había casado a los 40 y se dedicaba a currar en la oficina por las mañanas y a escribir sin parar en su despacho hasta la hora de cenar. Leía, anotaba, subrayaba, resumía, compendiaba trozos de la cultura universal y elaboraba pequeños ensayos y listas de citas para luego copiarlas en papel carbón y repartirlas a sus amigos. Ejercía de propagandista del saber. Un pensador doméstico, príncipe en su ágora privada. Esto te será útil cuando te hagas periodista, me decía.
Jamás vio publicada una sola línea de lo que escribió. Pese a tener a algunos de sus amigos en partidos ilegales, tampoco fue se metió en ninguno. Era un librepensador que ya había tenido bastante con la guerra. Pese a luchar en el bando de los perdedores, tuvo la suerte de ser considerado un ciudadano de los “indiferentes”, como entonces se clasificaba a la población. Los afectos, desafectos e indiferentes, y a estos últimos los dejaban tranquilos.
Así que mi viejo se pasó la vida escribiendo para él mismo y pasando copias al carbón a un puñado reducido de amigos. Hoy, tras décadas que cambiaron el siglo y el mundo, el niño que fui y quiero seguir siendo, recuerda que ya no vive ninguno de los que bebían café y coñac en aquellas tertulias.
La mayoría no dejó huella alguna aunque gracias a todos ellos, y muchos más que no tengo el gusto de conocer, este país ha mantenido sus valores humanistas y su amor por la cultura en todas sus formas. Los papeles de mi padre, sus libros ensayísticos encuadernados por él de manera artesanal, con pegamento y cartón, van amarilleando en una serie de cajones que conservo en un rincón del armario. Cada vez que abro el cajón y hojeo esos manuscritos y textos mecanografiados, recuerdo a Bartleby el Escribiente, de Melville; también pienso en un cuento raro que nunca escribió Borges.
Esos papeles que amarillean no saldrán nunca a la luz, pero fueron en su momento una inapreciable válvula de escape para un hombre que no acabó la carrera porque le pillo una guerra de por medio.
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