El Capsa 13 merece en esta historia una mención aparte porque fundado en el tormentoso año 1968 fue el primer pub psicodélico de la ciudad.

Interior del bar Christopher.
Una aciaga madrugada del otoño de 1969 un grupo de bachilleres fue atacado por unos pandilleros del barrio del Carme cuando salían del pub de moda Capsa 13. La cosa no llegó a mayores, varias contusiones y una dispersión rápida de los jóvenes evitó una tragedia, pero el incidente puede considerarse como el evento que inicia una época en la que la oferta lúdica nocturna comenzó a tener un auge inusitado con la aparición de los pubs de música en el barrio antiguo.
Y el Capsa 13 merece en esta historia una mención aparte porque fundado en el tormentoso año 1968 fue el primer pub psicodélico de la ciudad. Su aspecto rompió todos los esquemas, pues estaba decorado a la otomana, como el serrallo de un sultán, cojines en el suelo, telas indias, mesas bajas, poca luz, cuadros y fotos provocadores en la pared. Eran los tiempos en que el genio de Jimy Hendrix rasgaba con sus riffs los esquemas más estrechos de la música popular, junto a los primeros discos de Bob Dylan y el blues callejero de los Stones.
Un cuadro icónico del pintor Miquel Campano, artista contracultural, amigo del poeta Leopoldo María Panero y el cineasta Antonio Maenza, entre otros malditos de la época, marcaba el aire del tugurio. Una especie de reinterpretación de Lae absenta de Degas pero en plan alucinógeno.
Los fundadores del histórico pub, que aun hoy en día merece un libro, fueron una pareja formada por dos escritores que no llegaron a ningún sitio como tales pero hicieron sus pinitos, Lluís Fernández, que escribió El anarquista desnudo y una biografía de Monty Clift, y luego silenció su pluma y Rafa Ferrando, poeta y neorromántico, seguidor del Conde Lautreamont y Antonin Artaud, que escribió Pols d’estels y falleció abrasado en su propia cama por culpa de un cigarrillo mal apagado. Fernández fue, muchos años después, director de la Mostra del Mediterrani y tuvo el buen gusto de dedicar un ciclo a la Velvet Underground. Eran gente con gusto estos pioneros de la noche. Luego montaron el Cristopher Bar Lee, local subterráneo de fascinante decoración en el que reinaban las hermosas piernas de la Marlene Dietrich en El Angel Azul y se pasaban las películas underground del cineasta Rafael Gassent. El Christopher bar todavía se mantiene en pie en la calle Pinzón, especializado en cócteles. Merece una visita turística porque conserva parte de su antiguo decorado.

Exterior del bar Christopher.
Cuando los alternativos underground dejaron Capsa 13, años después, habían creado escuela. El centro histórico se había poblado de locales que trataron de imitarlo: fueron los pubs del desencanto en los que, en los años previos a la muerte del dictador y a lo largo de toda la década de los años 1970 del pasado siglo marcaron tendencia y alegraron la vida de los jóvenes que veían como el mundo se movía bajo sus pies y les tocaba ser protagonistas del asunto.
Capsa 13 estaba ubicado en una calleja medieval del Carme, la calle Ripalda, y tenía como lema El somni de la teva represió, lo que ya da idea de por dónde iban los tiros. Se acababan los años del silencio y el miedo a que te cortaran la melena en plena calle los polis y comenzaba la tolerancia sobre todo en lo que respecta al sexo, las drogas y el rock and roll. En los últimos años de la dictadura a la autoridad le preocupaban mas los subversivos que los hippies así que la cosa funcionó bastante bien.
Ahora peinan canas todos aquellos y aquellas que, untados con el perfume oriental de moda, el pachuli, ellos con zamarras de piel y pamelas y ellas con cintas en el pelo y faldas de flores hasta los tobillos, se solazaban en los nuevos bares del Carme. No hacían otra cosa que imitar las tendencias dominantes que llegaban de Londres y San Francisco y escuchar con devoción las últimas composiciones de los Stones o los Kinks. El barrio del Carme, la vieja morería, de callejas medievales y mal iluminadas, víctima de la destroza del la riada de 1957, a mitad de los años 1970 estaba tan degradado como de moda.
Era un barrio obrero así que la presencia de los niños bien de la Gran Vía y otras zonas que frecuentaban los pubs no era vista con buenos ojos por los pandilleros de la zona. Esa fue la razón de la paliza a los bachilleres aquella noche aciaga. La banda del Mao y el Paraca, rabiosos con los pijos, les tendieron una trampa nocturna. Más tarde, la cosa se calmó hasta el punto de que esos mismos gamberros de barrio confraternizaron con la clientela foránea.

Calle Ripalda.
Los pubs icónicos del desencanto, pioneros y antecesores de la oleada de locales de los democráticos años 1980, pueden contarse con los dedos; su pedigrí es difícil de olvidar. El crisol donde se forjó el nuevo estilo fue Capsa 13, pero también apareció muy pronto el Berlin, en la calle Alta, un local que ponía siempre los discos de Lou Reed; y otro de culto, escondido tras la plaza del Arzobispo fue El Golem, donde atronaban Earth Wind and Fire o los discos neoyorquinos de Steely Dan. Estaba el Anomia, un pub con dibujos de Roland Topor, al otro lado del rio y música de jazz, y el Stones, también en la calle Alta, el más radical de todos donde se reunía la patulea hippy mas marginal y drogota.
Todos ellos congregaban a una colla de hippies y futuros punks cuya diversión preferida era beber cerveza con granadina y fumar los primeros porros de maría que comenzaron a circular al final de los años 1960. La parte chunga de esta historia es la creciente aparición de la heroína que a inicios de los 1970 comenzó a devastar a muchos jóvenes. Al principio el caballo blanco del Círculo de Oro, Thailandia, Laos, Birmania, se introdujo en los círculos de niños bien que podían viajar a oriente en su aventura hippie. Era una droga invisible solo para iniciados. Con el tiempo la cosa se puso fea y fueron los sectores obreros los que la convirtieron en pandemia. De hecho, entre los viejos pandilleros del barrio del Carme hizo estragos y este barrio mítico de Valencia, que sigue tan abandonado en plan urbano como hace décadas, con sus solares apestosos y casas en ruinas, posee una memoria de victimas del caballo que pone los pelos de punta.
Es una historia escondida bajo la alfombra que algunos periodistas han desvelado a pequeñas dosis a lo largo de los años. Como la creación de la brigada 26, una unidad muy violenta de la policía municipal que se utilizó para intentar atajar el desmadre. Porque con el caballo llegaron los atracos y con ellos las muertes. En este universo de pubs salvajes donde atronaba el rock y el humo de las drogas, hay dos que son icónicos de cierta élite artística que se mantuvo al margen, fuera del barrio: el Café Malvarrosa y la Cervecería Madrid, ambos lugares históricos frecuentados por pintores y escritores, poetas y algún que otro gachupino con intenciones de hacer política cuando se abriera la veda.
Todos ellos forman parte de los pubs del desencanto, o de la Transición si se prefiere. Porque marcaron un antes y un después en la manera de pasarlo bien en la ciudad. En la actualidad el modo pub se ha globalizado de manera monstruosa por toda la metrópoli y comarcas colindantes. Y, sin embargo, se percibe en el ambiente de global calentamiento cierta decadencia desde que se ha puesto de moda el tardeo, odiosa palabra que está cambiando el color de la juerga. Los viejos hippies de Capsa 13, perdedores natos del pasado siglo, se estarán removiendo en sus tumbas.
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