Car­tel de “Río Con­chos” (Gor­don Dou­glas, 1964).

Una per­so­na con esti­lo y caris­ma. Así era Miguel Uris Esco­lano (Valen­cia, 1962–2024), falle­ci­do el pasa­do 7 de octu­bre a cau­sa de una gra­ve enfer­me­dad pul­mo­nar. Ado­ra­do por su mujer, Con­sue­lo Belen­guer, y sus dos hijos, Miguel era uno de los mejo­res com­po­si­to­res de pro­ble­mas de aje­drez del mun­do. Cose­chó nume­ro­sos pri­me­ros pre­mios en con­cur­sos inter­na­cio­na­les.

Fue tam­bién un mag­ní­fi­co aje­dre­cis­ta de com­pe­ti­ción –des­de su ado­les­cen­cia per­te­ne­ció al club Gam­bi­to, nun­ca se le ocu­rrió fichar por otro equi­po– y un ciné­fi­lo cul­to y de cali­dad. Éra­mos ami­gos des­de hacía cua­ren­ta y tan­tos años. Podría­mos hablar de Miguel Uris por su maes­tría en muchas otras cosas –póker, domi­nó, billar o deba­tes polí­ti­cos en los que mane­ja­ba siem­pre bue­na infor­ma­ción y tesis inte­li­gen­tes– pero aho­ra, al recor­dar su pode­ro­sa per­so­na­li­dad, me cen­tro en su face­ta como ciné­fi­lo.

De izquier­da a dere­cha, Rafa Marí, Miguel Uris y Paco Gui­llem. Tres gene­ra­cio­nes del club Gam­bi­to de aje­drez.

Por esa cues­tión, recuer­do algu­nos encon­tro­na­zos que tuve con Miguel; encon­tro­na­zos den­tro de un orden civi­li­za­do. Repro­duz­co con fide­li­dad una con­ver­sa­ción que man­tu­ve con él hace unos trein­ta años. “¿Cuál es tu wes­tern pre­fe­ri­do?”, le pre­gun­té. Res­pon­dió ense­gui­da, antes de un segun­do: “Río Con­chos”. Su rápi­da res­pues­ta, sin ves­ti­gio alguno de duda, me dejó estu­pe­fac­to. Le reñí. Sí, le reñí. “Miguel, no quie­ras ser tan ori­gi­nal, de vez en cuan­to toca ser clá­si­co y pre­vi­si­ble. ¿De ver­dad pre­fie­res Río Con­chos a Johnny Gui­tar o Cen­tau­ros del desier­to?”. Miguel me con­tes­tó con una pre­gun­ta cla­ve: “¿Has vis­to Río Con­chos?”. Res­pon­dí con amor a la ver­dad: “No”. Río Con­chos cuen­ta la his­to­ria de cua­tro hom­bres que par­ten a la bús­que­da de un gran car­ga­men­to de armas, roba­do por un anti­guo gene­ral del ejér­ci­to con­fe­de­ra­do. El repar­to es muy sóli­do, eso lo sabía: Richard Boo­ne, Stuart Whit­man, Anthony Fran­cio­sa, Jim Brown y Edmond O’Brien.

Des­de enton­ces he bus­ca­do Río Con­chos en video­te­cas y en los catá­lo­gos de dis­tin­tas pla­ta­for­mas tele­vi­si­vas, pero nun­ca la he pilla­do. Sabía, eso sí, que su direc­tor, Gor­don Dou­glas (Nue­va York, 1907-Los Ánge­les, 1993) fue un dis­cre­to arte­sano de Holly­wood con una lar­ga carre­ra y dece­nas de pelí­cu­las con esca­so inte­rés.

Plano de “Río Con­chos” (Gor­don Dou­glas, 1964).

Miguel vol­vió a ser duro con­mi­go: “¿Dis­cre­to arte­sano? Creo que La huma­ni­dad en peli­gro (Gor­don Dou­glas, 1954) es una de tus pelí­cu­las pre­fe­ri­das del géne­ro fan­tás­ti­co, ¿no?”. “Así es”. Miguel me iba ganan­do por 2–0 en el deba­te ciné­fi­lo. Apre­tó toda­vía más: “Y como no eres un entu­sias­ta de fil­mes del Oes­te, segu­ro que tam­po­co has vis­to algu­nos de los estu­pen­dos wes­terns de Gor­don Dou­glas, entre ellos Quin­ce balas (1958) o Chu­ka (1967)”. “No, no los he vis­to”. Mi derro­ta iba ya por 3–0.

En las duer­me­ve­las le he dado muchas vuel­tas a esta deba­cle cul­tu­ral mía. Muchas noches me pre­gun­to: “Poco a poco, ver­dad incues­tio­na­ble tras ver­dad incues­tio­na­ble, muchos ciné­fi­los con pedi­grí, ¿no esta­mos sien­do dema­sia­do tópi­cos? ¿De ver­dad La dili­gen­cia (1939) es una de las mejo­res pelí­cu­las de John Ford? El gran cineas­ta ¿no tie­ne vein­te o trein­ta pelí­cu­las más hon­das y poé­ti­cas? Den­tro de cien años es posi­ble que dos pelí­cu­las de Luis Gar­cía Ber­lan­ga hoy en día con­si­de­ra­das meno­res, como Novio a la vis­ta (1954) o Tama­ño natu­ral (1974), sean más apre­cia­das –la pri­me­ra por su deli­cio­so humor, la segun­da por su duro retra­to de la sole­dad– que Plá­ci­do (1961) o El ver­du­go (1963), ambas exce­len­tes, aun­que tam­bién algo obvias.

En la cama, en torno a la una o las dos de la madru­ga­da, sigo cues­tio­nan­do mi pro­pia cine­fi­lia, pobla­da ya por nume­ro­sos luga­res comu­nes. Me ata­co a mí mis­mo, con voz fan­tas­mal: “Rafa, reco­no­ce de una vez que, en la fil­mo­gra­fía de Mar­tin Scor­se­se, la curio­sí­si­ma y per­ver­sa Jo, qué noche (1985) te gus­ta más, pese a su horren­do títu­lo espa­ñol, que Casino (1995). Deja de tener­le mie­do a la sin­ce­ri­dad que abre cami­nos, aun­que los demás se metan con­mi­go, de la mis­ma for­ma que tú, de modo dog­má­ti­co y con aires de supe­rio­ri­dad, te metías con Miguel Uris a cos­ta de Río Con­chos, una pelí­cu­la que ni siquie­ra habías vis­to”. Este fre­cuen­te soli­lo­quio me tie­ne un poco ator­men­ta­do. No acier­to a saber si, a cos­ta de Gor­don Dou­glas, Mar­tin Scor­se­se o Luis Gar­cía Ber­lan­ga, tam­bién está en jue­go la hege­mo­nía cul­tu­ral y la trans­mu­ta­ción de los valo­res.

A todas estas, pese a mi bús­que­da cada cier­to tiem­po, con­ti­núo sin haber vis­to Río Con­chos. ¿No exis­te la posi­bi­li­dad de que la Fil­mo­te­ca Valen­cia­na la pro­yec­te uno de estos días, den­tro de un esme­ra­do ciclo de pelí­cu­las sub­va­lo­ra­das? Sería un pre­cio­so home­na­je a la memo­ria de Miguel Uris Esco­lano. Se lo mere­ce.

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