Los problemas y reivindicaciones identitarias han marcado durante más de medio siglo a la Comunidad Valenciana, denominación que algunos se empeñan en pronunciar seseando cuando hablan en castellano al confundir el supuesto nombre oficial con una magnesia fonética. Si al respecto de dicha identidad fijamos una fecha, tal y como gusta a los historiadores, para dar cuenta del arranque de nuestra aparente modernidad como valencianos, lo haríamos en 1962, año de la aparición de Nosaltres els valencians, el conocido e influyente ensayo de Joan Fuster.
Fue el primer libro que publicó, precisamente, Edicions 62, al frente de la cual se encontraba Max Cahner, un decisivo impulsor del catalanismo. Cahner, entre otras muchas circunstancias, fue el conseller de Cultura del primer Gobierno nacionalista de Jordi Pujol y artífice empresarial con aquél de la Gran Enciclopèdia Catalana.
Luego vinieron las primeras pintadas con el Parlem valencià hacia finales de los años 60, y a renglón seguido irrumpió el nacionalismo político valenciano de cariz antifranquista, las banderas y los aplecs, la nova cançó que lideraban Raimon Pelejero o el alcoyano Ovidi Montllor, mientras se imprimían mapas para decorar los pisos de estudiantes con unos fantasiosos Països Catalans delimitados por veguerías y comarcas, en los que resultaba llamativo el perfil difuminado de cerca de la mitad del territorio valenciano al oeste de la frontera lingüística.
Ese fue, y aún es en algunos escenarios, el imaginario sobre el que se asentó el proyecto político y cultural valenciano en la Transición, cuya amplia difusión provocó, a su vez, un contradiscurso, igualmente construido como artefacto político y social, basado en la negación absoluta de tal identidad procatalana. De la totalidad a la nada.
Han transcurrido sesenta y dos años desde el 62, y en ese tiempo han surgido múltiples intentos por modular y moderar la cuestión: Del soberanismo de obediencia valenciana de Quico Mira o la tercera e impura vía de Eduard Mira y Damià Molla, a las 500 palabras proscritas en Canal 9 por Amadeu Fabregat y Lluís el Sifoner, o la creación de la Acadèmia de la Llengua por parte de Eduardo Zaplana con Fernando Villalonga al frente de la cultura autonómica.
Pese a lo acontecido, el mar de fondo político valenciano sigue removiendo como tema nuclear la clave identitaria. Entre otras razones porque ese también ha sido uno de los marcos culturales básicos de la vida política española durante el mismo periodo. Si no hubiera sido así no habríamos tenido un movimiento vasco de liberación hasta la tardía fecha de 2011, ni los rocambolescos sucesos de autosoberanía frustrada del catalanismo político, en octubre de 2017, al proclamar una «independencia» sui géneris en las escalinatas del Parlament de la Ciudadela.
Fuster, un intelectual formado entre la admirable literatura francesa del siglo XIX y el materialismo histórico de Marx, Engels y su reconocido amigo Pierre Vilar, en cambio no dio importancia alguna al hecho geográfico en sus escritos fundamentales. Ni a Proust. Desconozco si Fuster llegó a conocer, por ejemplo, la obra de Friedrich Ratzel, precursor de la geografía humana y su concepto del determinismo geográfico (tan manipulado con posterioridad por la política pangermánica), pero queda claro, en cualquier caso, que al ensayista de Sueca nunca le interesó esta rama del conocimiento puesto que algunos de sus principales alegatos se centraron, precisamente, en lo que para él era el escaso valor cultural del medio físico. Su furibunda crítica al nominalismo basado en la topografía así lo da a entender.
Pero por más que el nacionalismo de origen fusteriano haya negado el importante papel de la geografía accidental y su influencia en el ethos o carácter de lo valenciano, como hacen ahora los negacionistas del cambio climático, ésta vuelve al epicentro del debate en forma de trágica devastación fluvial. Y tanto que lo ha hecho. La memoria colectiva lo había olvidado. La pertinaz sequía y los incendios eran, incluso, más preocupantes que las inundaciones dado el supuesto, a raíz de la revolución tecnoindustrial, de que las obras públicas en forma de pantanos y canalizaciones mitigaban el furor de las aguas.
Bajo esa creencia en el poder omnímodo de la técnica, la pintura Amor de madre que realizara Muñoz Degraín en torno a 1912 (y ahora cuelga en el Museo de Bellas Artes) tal vez fue una exageración de artista; la riada del 57 ocurrió como una contingente desgracia que se solucionaba con las obras hidráulicas del Plan Sur; la pantanada de Tous en 1982 se debió a un error en la construcción por parte de los ingenieros de la época, porque el embalse se había terminado apenas cuatro años antes… Las grandes riadas ocurrían cada medio siglo, se diluyen en el recuerdo. Ahora, además, estamos a salvo gracias a una más potente tecnología y a la profesionalidad en la gestión de emergencias.
Acabamos de pagar semejante insolencia histórica. Porque no solo por los fenómenos naturales extraordinarios es importante la geografía para el ser valenciano. Puede, incluso, que la sustancia última de lo valenciano esté mediatizada de modo decisivo por las condiciones del territorio que habitamos tal y como la última antropología cultural y su idea del relativismo nos puede interpretar. Y si la geografía más que la lengua explica el carácter agrícola de la esencia valenciana (como comprendió Blasco Ibáñez, tan desacreditado por la izquierda nacionalista y por la derecha ultramontana), también da valor espiritual a lo efímero, a la eterna rueda de la fortuna y al ciclo anual de las cosechas que tan pasmosamente se traslada al panteón festivo valenciano, cuya Virgen patronal, además, acude en favor de los desamparados (así como de los inocentes y los enloquecidos) ante las furias de la naturaleza.
La geografía esclarece los problemas de la vertebración valenciana, la dicotomía entre costa e interior, el desafecto alicantino, la constelación de ciudades intermedias y sus eternas rivalidades, las afinidades culinarias y la diversidad de los recetarios, los flujos de influencia hacia levante del sur de Teruel, del este de Cuenca y Albacete, el éxito de la navegación desde el poniente, la urgencia de la conexión perdida con la Bética que no otra cosa era la Vía Augusta que ahora se llama Corredor Mediterráneo… La antropología cultural valenciana está por escribir, y sin la misma será imposible comprender para reconstruir de manera avanzada el territorio diezmado por las aguas y los fuegos.
No se trata ahora de restituir, por lo tanto, sino de planificar de otra manera, de incorporar nuevas e integrales perspectivas, creando a su vez una cultura popular, cívica y disciplinada para afrontar los desastres naturales (que, al parecer, se vuelven más recurrentes), incluso nuevas formas de gobernanza y de cualificación de la política por más que huyamos de la tecnocracia. No hay soluciones únicas, ni desde el romanticismo ecologista ni mediante grandes obras a base de hormigón. Los especialistas ya no están por las respuestas aisladas. La realidad se ha vuelto compleja y ambivalente, multilingüe y policultural, tecnoverde e híbrida. Y estaremos condenados si solo nos da para militar y comprender uno solo de los lados del prisma.
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