
No he conocido a nadie más involucrado en su papel de escritor y periodista. Vocacionalmente escritor, alimenticiamente periodista. Ricardo Bellveser Icardo ha fallecido hace unas horas, durante las fiestas navideñas, tantas veces agridulces. Más de dos años se demoró su batalla campal contra un cáncer para, finalmente, caer frente a la muerte. A pesar de su semblante eternamente joven, siempre afinado en su porte; tan pizpireto, como si hubiera sellado un pacto mefistofélico para ser guapo y barbilampiño, sonrisa de pillastre y dicharachero. Imposible aburrirse con él narrando anécdotas, entre risas, relatos y mentirijillas. Toda la vida era literatura, piadosa. Y suya la máxima de Mark Twain para que nada le estropease un buen reportaje. Contaba la vida redondeándola, mejorando a los personajes, enfatizando los hechos y adornándolos con elegantes palabras. Tracas con guirnaldas.
Durante dos años compartí con Ricardo Bellveser la mesa cuadrada de la nueva redacción de Las Provincias que comandaba sin ordenar María Consuelo Reyna. La mesa que guardaba el acceso al despacho del sempiterno redactor jefe de entonces, Paco Pérez Puche. Aquella mesa la compartíamos con Rafa Marí y con Fernando Herrero y era la más animada y tertuliana de toda la redacción, de tal suerte que la todopoderosa María Consuelo solía detenerse allí con frecuencia para comentar los anecdotarios del día. Caminaba sobre afilados zapatos de tacón en dirección a la mesa, y allí solía ser Ricardo el primero que le lanzaba un tema, un titular o cualquier ocurrencia para llamar su atención. Y la hacía reír siempre.
Bellveser había nacido un 27 de noviembre, el mismo día sagitariano que un servidor, pero diez años antes aunque no lo pareciera, en el 48. Aquellas dos temporadas nos unió la mesa y nuestro destacamento en el Ayuntamiento de Valencia como responsables de la sección de información municipal. Éramos como una pareja de la guardia civil, aunque él era el cabo. Nos inventamos el periodismo municipalista, las crónicas sobre urbanismo y el despertar cultural en la agitada época de Pérez Casado, con el que Ricardo hizo muy buenas migas. Tanto que se fue una temporada junto al abogado Vicente Montes para poner en marcha los eventos de 1988 dedicados al aniversario de la toma de la ciudad, propuesta de naumaquia en el jardín del Turia, incluida.
Fue siempre un buen colega y compañero. Me llevaba de aquí para allá, a su casa, al Vedat de Torrent, a la barra de Barrachina o a la mesa entelada de Eladio cuando se terciaba. Compartía los trucos del oficio, porque el periodismo es eso, oficio, y olfato, curiosidad y pasión por el relato. Lo principal es titular, decía. Titula primero, y luego empieza a contar. Sin perspectiva no hay nada. Y en eso anda el periodismo de hoy, a oscuras, en manos de agazapados gabinetes de comunicación que cuentan patrocinados.
Animaba la redacción del periódico, la trascendía, entre otras cosas porque su vida se agitaba en otras muchas instancias. Procedía de una tradición periodística que procuró sublimar. Daba clases en la universidad, formaba parte de jurados y cónclaves literarios, estudió tres carreras y acudía a cuantos actos culturales, exposiciones y estrenos fuera necesario. Pero sobre todo y ante todo Ricardo Bellveser quería ser escritor y a esa tarea dedicaba el tiempo más cenital de su existencia. Su metabolismo se recuperaba con pocas horas de sueño. Bellveser quería ser y era un poeta, ya entonces con diversas publicaciones y premios a cuestas. Fue incluso poeta pop, escribiendo la ópera-rock Cotó en pèl para el guitarrista Eduardo Bort, en aquellos locos años de la transición.
A su mujer, Julia, serena belleza la de Julia Machancoses, le dedicó alguno de sus mejores poemas, y un justo libro destacado, antologado, Julia en julio, a finales de los 90. Para entonces las batallas mediáticas habían alejado a Bellveser de la primera línea de fuego. Recaló en El Mundo de Benigno Camañas ya como largo columnista y centrado de lleno en la cultura. Siempre desde la orilla cultural acaparó presencias en academias, institutos, consejos y plataformas varias, templó gaitas con sus colegas escritores para levantar políticas que no fueran tan partidistas mientras en su entorno coexistían amistades comunistas y conservadoras, valencianistas y fusterianas, socialdemócratas y cristianas… Pedro J. De la Peña, Rosa María Rodríguez Magda, Joaquín Calomarde, Pere Bessó, Ramón de Soto, Natividad Navalón… eran parte de su círculo más íntimo, Y Cervantes, cuya estatua presidía el jardín que daba al salón de su casa. ¿La eligió por esa razón?
Las mejores palabras sobre su trayectoria y personalidad las ha escrito hace unos momentos Ferrer Molina para El Español del ínclito Pedro J.: «Bellveser hacía bueno el verso de Miguel Hernández ‘valencianos de alegría’, porque donde estaba no faltaba la chispa, el apunte inteligente, la cita precisa, el comentario ingenioso, la perspectiva original, el análisis certero y la anécdota hecha categoría, siempre con una sonrisa en los labios. (…) Presumido, bien parecido, seductor, un poco Lord Byron con vaqueros, con un verbo y una pluma arrolladores, mató a tiempo a Narciso para no crearse un personaje. Fue un hombre endiosado, pero a la manera en que lo definiría Unamuno, remontando la palabra a su etimología griega, enthousiasmos (uno que se hace dios), y eso puede ocurrirle a un poeta, a un creador, pero no a un hombre normal ni a un hombre de término medio».
