Presentación exposición Carmen Calvo. Los co-comisarios de la exposición, Joan Ramón Escrivà y Nuria Enguita, directora del IVAM, junto con la artista Carmen Calvo presentan a los medios la exposición Carmen Calvo. La muestra, que se realiza con motivo de la concesión del Premio Julio González 2022, propone un recorrido por la trayectoria de Carmen Calvo, desde sus emblemáticas series Escrituras, Recopilación y Reconstrucción, hasta su trabajo más reciente, una nueva instalación: La naturaleza agita. Fotografías Miguel Lorenzo
El estudio de Carmen Calvo parece un trastero. Le viene de familia, de la costumbre de su madre —que inventó el cubismo—, de no tirar nunca nada en una época en la que todo se guardaba, hasta los trapos, por si acaso.
Su espacio de creación es perturbador. Más que un estudio parece un trastero. Los lienzos se amontonan en la nave de la famosa artista, como piezas industriales de serie, pero lo que más espeluzna es una estantería colosal en la que se acumulan los más variados objetos. Recuerda la vitrina del estudio de André Breton que se expone en el Beabourg de París, un catálogo de la imaginería surrealista, y el armario acristalado lleno de trastos y recuerdos de mi viejo padre: una calavera con una pipa entre los dientes, insectos, un alacrán y coleópteros y caballitos de mar flotando en frasquitos de alcohol, miniaturas chinas, pastilleros con polvos letales.
Ese era el mueble totémico de papá al que me transportan los cachivaches de la amiga pintora. Vitrinas repletas de una nostalgia enfermiza. Amor por el caos de vivir. La mayoría de esos objetos son inservibles por sí mismos. Muñecas de plástico descabezadas, cajitas de cartón, bases para cirios, jaulas de pájaros, espejos, cucharas de madera, botes, copas y flores de plástico, piernas de maniquíes descuartizados, collares y baratijas de toda índole. Un atrezo inquietante que anuncia una visita difícil.
Y esa mañana ella está en medio de ese plató de casita encantada, de cuento de Grimm, como una bruja picarona, enfundada en un vestido negro, un collar plateado al cuello, y observándome con unos ojos negros que brillan malévolos, como si estuviese valorando pegarme a uno de sus cuadros imposibles. Ella es Carmen Calvo, la celebrada pintora valenciana que se atreve con todo y que acaba de triunfar en Barcelona con una exposición en la que ha reinventado a Picasso, con sus collages, en el mismo museo del genio malagueño.
«No te extrañe lo que ves, querido amigo —dice mientras sirve unos canapés de jamón serrano y un morapio blanco frio que ya calienta el encuentro—. Estas cositas son regalos de mis amigos, además de las que yo recojo por ahí. Pero esto no es nuevo, yo soy nieta de los clásicos. Ya Picasso y Juan Gris pintaban sillas y bicicletas, guitarras… y las despiezaban, demostrando que los objetos también tienen vida».
La Calvo es una vieja conocida de la vanguardia valenciana. De la colla del Equipo Crónica, de sus amigos Genovés, Saura, Ramírez Blanco, María Montes, J.R. Seguí… Muchos de ellos desparecidos y otros perdidos en los resquicios de la historia de la modernidad indígena. «Yo siempre digo que mi madre inventó el cubismo, je, je, porque en aquellos años 50 había una manera de recuperar, de no tirar nada. De aprovechar hasta el último trapo».
Ella evoca esa generación de posguerra. «¿Qué te crees?, yo nací en una portería»; y ha pintado a decenas de madres, de mujeres con peineta y mantilla, con el velo y misal, y las ha colocado fuera de contexto para destripar el estatus.
La Calvo es así, irreductible, y hace muy poco ese dandi conspicuo que es el crítico J.F. Yvars, personaje salido de un cuadro de Hockney, con sus corbatas de seda rosa, camisas a rayas y barba chamánica, le dedicó su columna mensual de La Vanguardia. Una mirada valiente, la tituló. Y Carmen ni lo había leído, así que la avisé y ahora se ha citado con el viejo profesor que dirigió una vez el IVAM.
Lo cierto es que mi interés por la Calvo es más afectivo que artístico. La recuerdo como una bucanera nocturna recorriendo todos los viejos escenarios de la movida valenciana de los 70. Las juergas en L’Aplec con sus amigos Paco Muñoz y Ovidi Montllor. Los encuentros psicodélicos en el Parterre donde tenían su estudio artistas por entonces anónimos como Miquel Navarro y Horacio Silva.
Y ahora, cuando toda esa farra se la ha llevado el temporal de la historia, ella recuerda entre trago y trago como veía pasar al trapero por la calle Turia, donde nació. «El carro de aquel tipo era toda una instalación, cambiaba sus trastos por trapos y papel». A su padre, que quemaba las peladuras de naranja en el brasero para crear un aroma hogareño propicio.
Y Calvo, que ejerce de trapera, chamarilera y trastera para dotar a sus obras de tragedia y misterio, me habla de su fascinación por El año pasado en Marienbad, película de Resnais, en la que las mujeres lucen delantales blancos almidonados y manteles de puntilla. Sus debilidades.
Y dice que todo empezó porque se aburría. Y que acaba de hacer un cartel para el famoso Pen Club de escritores. Y, ufana, cuenta cómo el historiador Georges Duby le dijo antes de morir que ella es «de ese tipo de mujeres que los medievalistas hubiesen querido como objeto». Observo un cuadro sin enmarcar, la foto en blanco y negro de un grupo de militares con la cara tapada por dedos pegados de muñecas con las uñas pintadas de rojo. Un cuadro rarísimo. «Pero Carmen, ¿qué quieres decir con todo esto?», exclamo. Ella me mira y achina sus ojillos: «Querido amigo, tú mismo». Y me quedo con las ganas.
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