Rojo y negro
City bar
En los años 50 y 60 del siglo pasado el City Bar fue un reducto del mundo del toreo, frente al coso de Xàtiva, en un entorno de gran calidad monumental, acaso uno de los lugares más espectaculares de la ciudad de Valencia- La rejoneadora Paquita Rocamora paseaba al autor en un jamelgo blanco como una amazona de película.
Viajemos al final de los cincuenta e imaginemos una calle Xàtiva sin autobuses y con el hotel Metropol tal y como lo dejaron los soviéticos cuando establecieron su embajada en la Guerra Civil. Las calles apestando a calamares fritos y cerveza de barril, y los guardias urbanos con salakov blanco de policía colonial africana. Un cine Capitol en su mejor época y frente a los legendarios billares Colón. Espacio surreal en el que se mezclaba el olor a caliqueños baratos, madera vieja de los tacos de billar y calcetines sucios. Un local mágico con dos salidas, una a la calle Russafa, y donde gachupines de zapatos de charol fumaban los primeros Kent de contrabando y con mucha cautela se iniciaba el cruising de maricas al acecho de los traseros inclinados de los jugadores de billar americano. Los mismos que frecuentaban el frontón de pilota de la calle Pelayo.
Reinando en el espacio monumental de la ciudad, con su maravillosa Estación del Norte modernista, una plaza de toros abierta para todo aquel que quisiera entrar, sobre todo los jambos de la época que la frecuentábamos para nuestros juegos, espacio maravilloso, circular y laberintico como un cuentito de Borges. Y frente a la plaza un local mítico el City Bar, refugio de matadores, banderilleros, picadores, empresarios y todo aquel que se relacionara con el mundo del toreo. Allí me llevaba el tío Mateo de Catarroja, a su tertulia de tratantes de caballos. Y conservo una imagen que es como un cuento de Andersen. Una escena que ahora parece imposible, pero en aquella ciudad pequeña y agraria era real: cuando llegaba la rejoneadora Paquita Rocamora, amiga de mi tío Mateo, y me aupaba a grupas de su hermoso jaco blanco como la nieve, y era como la mismísima imagen Santa Juana de Arco en plena calle Játiva; y me paseaba por la calle con talante de valerosa amazona en un mundo de machos con boina y caliqueño. Apretado al talle de aquella amazona sobrenatural y valiente, el niño alucinaba y se sentía el Príncipe Valiente junto a la vaquera más hermosa del mundo.
Si, el City Bar fue un lugar legendario que debería haber permanecido para memoria de lo que fue la Valencia de otros tiempos, la ciudad amable, agrícola, pueblerina cuyas calles olían a bosta de jamelgo porque los carros de basura iban arrastrados por las bestias percheronas.
El tío Mateo, hombre barojiano entraba gratis en las corridas y me llevaba a ver los toros. De ahí quedan en mi memoria imágenes inauditas. La visión del caballo de un picador corriendo enloquecido por el coso con las tripas colgando y dejando una reguera de sangre sobre la arena. Por aquellos tiempos era lo normal porque el peto para los caballos de los picadores no se había generalizado y las cornadas en la panza de los pobres jacos eran cosa normal. Retiraban el equino a corrales, los sacrificaban o cosían si se podía, y a otra cosa mariposa.
Diréis que eran tiempos salvajes, pues sí, lo eran. Los toros eran una válvula de escape de primer orden para una sociedad oprimida por la autarquía. Esa plaza de toros tiene un hueco esencial en mi existencia. Otro tío mío, tío Pepe, corredor de comercio de inclinaciones conservadoras, esposo de la mejor amiga de mi madre, la tía Virginia, vivía en el sexto piso de la maravillosa finca construida por Goerlich entre Castellón y Alicante. Allí jugábamos mis primos y yo en la terraza y cuando en la plaza se celebraba en verano el Holiday on Ice, un espectáculo desparecido en la noche de los tiempos, podíamos verlo, porque desde la azotea veíamos la mitad de la plaza. También en ocasiones la lucha libre del estilo mexicano.
Las tardes ociosas de verano, durante las vacaciones, la pandilla usaba la plaza para sus correrías. Y fue por entones cuando nos descubrías a unos señores que se tocaban y hacían cosas raras hurgándose la bragueta, protegidos por las gradas, que no entendíamos. Eran los primeros balbuceos del cruising, la práctica de sexo gay urbano entre tipos reprimidos y bastante sórdidos. Mi tío Pepe les disparaba con su rifle de balines desde la ventana de su piso. Ja, ja.
Pasaron los años, y llegó el tiempo del Instituto Luis Vives, refugio de todos los hijos de republicanos sin dinero para ir a colegios de curas. Y la plaza siguió siendo referente de nuestro universo urbano. Desapareció el City Bar y mis paseos ecuestres con la rejoneadora Paquita Rocamora son ya un dulce recuerdo.
Estos días están taladrando sin piedad la calle Alicante para mejorar infraestructuras de la ciudad. Aún tengo miedo de que se vayan a equivocar y la finca racionalista de mis tíos se venga abajo.
Pero un Dios desconocido protege el universo hermoso de nuestra juventud. Y, aunque la desidia de la administración haya tenido los frescos florales de la Estacion del Norte tanto tiempo tapados, aunque ahora la calle Xàtiva sea un infierno de ruidos y humo y hayan desaparecido las cafeterías vintage y los rusos se fueron hace mucho tiempo del Hotel Metropol, esa parte de la ciudad y el recuerdo del City Bar, de resonancias yanquis continúan alegrando mi corazón.
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