Es tal la magnitud y lo inesperado de lo que estamos viviendo, la pandemia universal, que muchas personas están convencidas de que ya nada seguirá siendo igual en cuanto pase. Predicen cambios profundos, algunos de corte apocalíptico, otros renovadores. Todo será distinto… o no. Losclaims que los publicistas diseñan estos días hablan de algo básicamente pasajero: En cuanto pillemos la vacuna contra este maldito virus, volverá la normalidad. ¿Mas, qué normalidad?
Que el momento que estamos experimentando es único y, al menos, se parece a un cataclismo civilizatorio, resulta evidente. Pero lo parece ahora, que andamos recogidos ante un contagio masivo, de lenguaje bíblico. La humanidad reacciona ante los desastres, sin duda, aunque la historia nos ha enseñado, muchas veces, que olvida pronto. Tropezamos en la misma piedra, señala el augurio.
Este es un mundo de conflictos, de intereses contrapuestos y, sobre todo, de maniqueísmos ideológicos. Pensar creyendo en una doctrina, en el juicio del bien y del mal, suele ayudar a quienes desean un campo de juego lleno de certezas, aquellos que confunden la verdad –inexistente–, con la realidad vivida de su experiencia y su propia construcción mental. Somos lo que imaginamos ser.
Las actuales jornadas de confinamiento devuelven protagonismo a muchos de estos actores que tratan de explicar lo que está ocurriendo para tomar ventaja o justificar la que ya ostentan. Lo estamos viendo en todos los ámbitos, entre las naciones, entre los miembros de la Unión Europea –latinos por un lado, luteranos por otro–, entre los políticos nuestros, los españoles, entre nacionalistas…
Frente a esa panoplia de intereses creados también surgen los mejores espíritus, esos que vuelven a creer en la fraternidad humana en momentos difíciles: luchando en las ucis, trabajando para mantener el abastecimiento y los servicios básicos, aplaudiendo en los balcones, transmitiendo información veraz y útil, cumpliendo las restricciones…
Pero cuando acabe la reclusión, cuyo proceso se anuncia paulatino y con todas las precauciones ante una previsible segunda oleada vírica, aquí cada cual va a tratar de llevar la sardina a su ascua para asarla y comérsela. Así que pongo en duda que vayamos a aprender muchas lecciones de esta crisis sanitaria y su corolario económico. Ojalá no sea así.
Desde una perspectiva de los grandes ciclos históricos, sabemos muy fielmente por su cercanía que el arranque del siglo XX estuvo marcado por hondas perturbaciones. Esa centuria, la primera que consideramos contemporánea, se inició con una primera gran guerra y la revolución soviética, a la que siguió el crasheconómico del 29 y, finalmente, la devastadora segunda guerra mundial con su prólogo incivil en nuestro país y su conclusión delirante con el holocausto judío. En palabras del prestigioso ensayista Tony Judt, se trató de un continuumhistórico, una secuencia única y crítica cuya profundidad sirvió para liquidar el antiguo orden surgido de la revolución industrial taylorista y el colonialismo político, dando paso al predominio americano, al pacto social europeo y al desarrollo de las grandes empresas de capital financiado por inversores.
Ahora, en este siglo XXI, las crisis agudas ya no se manifiestan de modo bélico aunque hace tiempo que el sistema actual supura malestar por sus costuras. En 2008 se vino abajo el marco financiero de un capitalismo que ya creía más en la especulación a corto que en la economía productiva. Entonces se dijo que había que implementar reformas, incorporar más ética y transparencia a los negocios, cerrar los paraísos fiscales (lo propuso Nicolas Sarkozy) y retornar a amplios acuerdos sociales y democráticos que sostuviesen de nuevo a las clases medias. Poco se ha llevado a cabo de todo aquello.
La pandemia actual, doce años después del suicidio de Lehman Brothers y sus colegas de la banca de inversiones, pone en cuestión otros tantos puntos frágiles del sistema: la globalización desigual en primer lugar, desigual entre naciones, entre empresas, entre modelos políticos y laborales… a lo que hay que añadir la escasa competencia de los organismos internacionales –de la OMS a la ONU, del FMI a la UE–, así como la constatación de que las democracias occidentales han encallado en un modelo político parasitario y endogámico, administrado por una clase altofuncionarial(los actuales políticos y sus partidos) basada en el corto alcance de los medios de comunicación de masas y en argumentarios más propios de la psicología publicitaria.
El artista disidente Ai Weiwei lo acaba de vaticinar lucidamente:“El capitalismo ha llegado a su fin. No puede continuar desarrollándose moral y éticamente.Hace daño a las naciones pequeñas, se apodera de los recursos del planeta, saquea sin freno. China alimenta los intereses de las grandes empresas occidentales y estas han hecho que China sea cada vez más poderosa. Estas compañías no están restringidas por ningún Estado, nación o cultura. China está dispuesta a hacer cosas que no se pueden hacer en Occidente. La globalización se está llevando a cabo sobre la base del desarrollo del capitalismo y el colonialismo. La crisis subyacente es palpable, y los desastres por venir ocurrirán más de una vez”. [Los subrayados son míos].
Cabe decir, por último, que estamos asistiendo a la definitiva emergencia del poder tecnológico y social de los países del Lejano Oriente, los dragones del Pacífico, basado tal vez en una visión confuciana de la colectividad como factor de supervivencia frente al individualismo, agudizada en el caso chino por la vía política autoritaria (marxista) que todavía se mantiene al mando del país. Eso quiere decir que compete a las sociedades liberales occidentales proceder a la reforma del sistema porque, de lo contrario, el polo oriental le discutirá abiertamente la supremacía.
En un colateral de ese escenario nos encontramos nosotros, los españoles, con nuestras sinrazones históricas y estereotipos que se confirman con las crisis: oscilamos entre la indolencia y el heroísmo, reaccionamos socialitariamente(recuerden, Fuenteovejuna, todos a una) ante la injusticia y el drama, pero nos parece sospechoso el conocimiento y, en cambio, apreciamos el chiste ocurrente y la fiesta.
*Artículo publicado en Levante-EMV el 6 de abril de 2020