Con­fun­dir la ver­dad con la His­to­ria (con mayús­cu­la, por favor) cons­ti­tu­ye un gra­ve error de per­cep­ción de la reali­dad. La mera obser­va­ción pro­du­ce efec­tos de dis­tor­sión de lo que acon­te­ce. Lo expli­có Albert Eins­tein en su famo­sa teo­ría de la rela­ti­vi­dad, y tras las espe­cu­la­cio­nes de la Físi­ca, las cien­cias huma­nís­ti­cas tam­bién ati­na­ron a com­pren­der que toda visión del mun­do es una cons­truc­ción arti­fi­cio­sa de la men­te huma­na. 

Los antro­pó­lo­gos y etnó­gra­fos, por ejem­plo, des­cu­brie­ron muy pron­to que su mera pre­sen­cia en una socie­dad arcai­ca, aun­que solo actua­ran como explo­ra­do­res, pro­du­cía cam­bios sus­tan­cia­les en la for­ma de actuar de sus indi­vi­duos. Y lo mis­mo les ocu­rrió a los etó­lo­gos que empe­za­ron a tra­tar de ana­li­zar las con­duc­tas ani­ma­les acer­cán­do­se a las mana­das y otros gru­pos.

Así que, a pesar de los inten­tos de una par­te impor­tan­te de la Filo­so­fía moral por crear una éti­ca uni­ver­sal de ras­gos empí­ri­cos –como pos­tu­la­ba Emma­nuel Kant, el pen­sa­dor que siem­pre cita iró­ni­ca­men­te Woody Allen–, o por redu­cir­la siquie­ra al uti­li­ta­ris­mo como pro­po­nían algu­nos enci­clo­pe­dis­tas bri­tá­ni­cos, la reali­dad es que el sis­te­ma de creen­cias del ser humano ha evo­lu­cio­na­do con­si­de­ra­ble­men­te des­de que apa­re­ci­mos como géne­ro homí­ni­do en este rin­cón del Uni­ver­so.

Enton­ces, ¿si todo es rela­ti­vo y fru­to de la abs­trac­ción men­tal no es posi­ble juz­gar la con­duc­ta huma­na y, mucho menos, los hechos acon­te­ci­dos en el pasa­do cuan­do regía una for­ma dis­tin­ta de pen­sar? Esa es la pre­gun­ta del millón, a la que des­de los tiem­pos más remo­tos tra­tan de res­pon­der las creen­cias, bue­na par­te de las cua­les se sus­ten­tan en ele­men­tos de natu­ra­le­za sim­bó­li­ca, o mági­ca, o reli­gio­sa… como uste­des, ama­bles lec­to­res, quie­ran enten­der­los.

Por eso no tie­ne mucho sen­ti­do pasar el fil­tro de la ver­dad sobre el pasa­do, apli­car nues­tras ideas a los epi­so­dios de la His­to­ria. Hemos vis­to dema­sia­das pelí­cu­las en las que se recrean ins­tan­tes his­tó­ri­cos don­de todo el mun­do habla inglés (o espa­ñol en nues­tro caso, pues aquí se gene­ra­li­zan las ver­sio­nes dobla­das a par­tir de los 70) y pien­sa en los mis­mos tér­mi­nos actua­les. Nada de eso ha suce­di­do jamás.

Cier­to que exis­ten códi­gos mora­les avan­za­dos para su tiem­po: las tablas del Moi­sés hebreo –un inte­lec­tual faraó­ni­co según Sig­mund Freud y Cecil B. de Mille– fren­te a las nor­mas del asi­rio Ham­mu­ra­bi, el del dien­te por dien­te y ojo por ojo… El Nue­vo Tes­ta­men­to que ins­pi­ra el mis­ti­cis­mo ama­ble de Jesu­cris­to ante la ira­cun­dia del vie­jo Yaveh, el pen­sa­mien­to paci­fis­ta y espi­ri­tual de Buda, las inter­pre­ta­cio­nes sufís del Islam… y mucho más moder­na­men­te el nue­vo mun­do que ima­gi­na­ron los fun­da­do­res de la aca­de­mia neo­pla­tó­ni­ca que orga­ni­zó Loren­zo de Medi­cis en Flo­ren­cia, los ya cita­dos enci­clo­pe­dis­tas en el XVIII o las deri­va­cio­nes del lla­ma­do socia­lis­mo utó­pi­co.

De modo que no nace­mos mora­les sino que nos edu­ca­mos en ello, y lo mis­mo ha ocu­rri­do a lo lar­go de la His­to­ria. Hay una his­to­ria de la moral, como la hay inclu­so del amor o del dolor por­que tam­bién fisio­ló­gi­ca­men­te evo­lu­cio­na­mos y la com­ple­ji­dad neu­ro­nal avan­za con el tiem­po. El repu­tado Michel Fou­cault –tan de moda en los 80– escri­bió una his­to­ria de la locu­ra y otra del sexo tra­tan­do de expli­car una genea­lo­gía de nues­tra civi­li­za­ción. Hemos pues de reco­no­cer­nos en cons­truc­ción como géne­ro y a sabien­das de que no siem­pre vamos hacia delan­te, sino que pode­mos invo­lu­cio­nar como ocu­rrió con el Holo­caus­to nazi, una des­via­ción tóxi­ca pro­vo­ca­da por la cul­tu­ra más pre­cla­ra que había sur­gi­do del siglo XIX, el roman­ti­cis­mo ale­mán.

Los grie­gos, por ejem­plo, padres del logos (la razón que enten­de­mos los occi­den­ta­les), de la demo­cra­cia y de la peda­go­gía (la pai­deia que incul­ca­ba valo­res), con­si­de­ra­ban a la mujer un ser infe­rior por­que su cuer­po no era muscu­loso, no ser­vía para la gue­rra y pre­sen­ta­ba humo­res exce­si­va­men­te cáli­dos. Igual­men­te, la escla­vi­tud, como en toda la anti­güe­dad, era un fenó­meno común, coti­diano, aun­que enton­ces guar­da­ba rela­ción con la derro­ta en la bata­lla y no con aspec­tos racia­les.

Gran­des pen­sa­do­res, artí­fi­ces de impor­tan­tes avan­ces mora­les como el pro­pio Sócra­tes o Cice­rón, inclu­so mucho más actua­les como Tho­mas Jef­fer­son o Ben­ja­min Fran­klin se sabe que eran aten­di­dos por escla­vos. El mis­mo Karl Marx edu­ca­ba bur­gue­sa­men­te a sus hijas, cui­da­das por cria­das que man­te­nía con el dine­ro que le pres­ta­ba Frie­drich Engels mien­tras espe­ra­ban el adve­ni­mien­to de la socie­dad comu­nis­ta.

¿Adón­de quie­ro ir a parar? A que no pode­mos juz­gar la His­to­ria des­de el pre­sen­te sin tener en cuen­ta las men­ta­li­da­des de cada épo­ca por más que com­pren­da­mos, hoy en día, que la antro­po­fa­gia es una mala prác­ti­ca, como lo es la escla­vi­tud, el racis­mo y, des­de lue­go, el machis­mo toda­vía domi­nan­te en la socie­dad con­tem­po­rá­nea. Pero todo tie­ne sus lími­tes y equi­li­brios, y poner­se a cor­tar cabe­zas de escul­tu­ras de ColónJuní­pe­ro Serra pare­ce un des­pro­pó­si­to por más que com­pren­da­mos la com­ple­ji­dad de una socie­dad como la nor­te­ame­ri­ca­na heri­da por el racis­mo, el geno­ci­dio indí­ge­na y los fun­da­men­ta­lis­mos reli­gio­sos.

El revi­sio­nis­mo de la His­to­ria trae malas con­se­cuen­cias sino se actúa con modu­la­ción, a sabien­das que pocos están a sal­vo de un suma­rio a la moda vigen­te. Quién esté libre de cul­pa que tire la pri­me­ra pie­dra, máxi­ma moral que no sabe­mos si acon­te­ció en el siglo I o más tar­de. La His­to­ria de la Huma­ni­dad sue­le ser un via­je a los horro­res des­de el pre­sen­te, pero con­vie­ne apren­der de ello, no eri­gir­se en jue­ces de lo apa­ren­te­men­te correc­to –o de la nación ver­da­de­ra– sin ahon­dar en la com­ple­ji­dad sub­je­ti­va de los hechos. Lo fil­mó Aki­ra Kuro­sa­wa en 1950: Rasho­mon; ganó el león de Vene­cia y el óscar de Holly­wood. Con­vie­ne revi­sar­la.

*Artícu­lo publi­ca­do en Leva­n­­te-EMV el 28 de junio de 2020

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