Las bue­nas inten­cio­nes no bas­tan para obte­ner un resul­ta­do acep­ta­ble. Esta máxi­ma vale para cual­quier acti­vi­dad huma­na pero es par­ti­cu­lar­men­te noto­ria cuan­do se tra­ta de arqui­tec­tu­ra o de dise­ño de encla­ves urba­nos. La esca­la de esas inter­ven­cio­nes sobre el espa­cio físi­co y la visión de las per­so­nas ampli­fi­ca sus efec­tos. 

No fue, pues, un ava­tar de la his­to­ria que al arqui­tec­to se le con­si­de­ra­ra el más impor­tan­te artis­ta en la anti­güe­dad, gra­cias a su poder para crear –cons­truir– monu­men­tos capa­ces de trans­cen­der tan­to en lo fun­cio­nal como en lo sim­bó­li­co. De ahí que la pro­fe­sión moder­na que ver­sa sobre la Arqui­tec­tu­ra aspi­re a la exce­len­cia, en un com­pen­dio de com­ple­ja armo­nía entre el mun­do téc­ni­co y el artís­ti­co y cul­tu­ral.

Pero no es sen­ci­llo, ya digo, hacer bue­na arqui­tec­tu­ra o buen dise­ño. Lo vemos a dia­rio en nues­tras ciu­da­des, pla­ga­das de edi­fi­ca­cio­nes de pési­ma esté­ti­ca y nulo valor cons­truc­ti­vo. Toda­vía peor ocu­rre con el dise­ño de los espa­cios urba­nos, el pai­sa­je de la metró­po­li, cuyos luga­res no han sido aten­di­dos por los urba­nis­tas –los mis­mos arqui­tec­tos, quie­nes han hege­mo­ni­za­do esta nue­va dis­ci­pli­na–, más preo­cu­pa­dos por cues­tio­nes volu­mé­tri­cas –el nego­cio de la ciu­dad como lo defi­nió Lewis Mum­ford–, que por su reso­lu­ción for­mal. 

Des­de hace lus­tros, a la pro­pia polí­ti­ca urba­nís­ti­ca le impor­ta una higa la esté­ti­ca de la urbe, lidian­do como ha esta­do entre intere­ses de pro­pie­ta­rios, bur­bu­jas inmo­bi­lia­rias y pro­mo­to­res lis­tos para repar­ce­lar y con­ver­tir­se en aven­ta­ja­dos agen­tes urba­ni­za­do­res. Esos han sido los lími­tes de la polí­ti­ca en la cons­truc­ción de la ciu­dad en los últi­mos tiem­pos.

Valen­cia, en lo sin­gu­lar, ha sido par­ti­cu­lar­men­te refrac­ta­ria a la bue­na arqui­tec­tu­ra y el pai­sa­je urbano las déca­das pasa­das. La capi­tal valen­ti­na no tie­ne una sola man­za­na de edi­fi­cios con una míni­ma armo­nía, has­ta tal pun­to que la diver­si­dad de altu­ras lle­ga a ser irri­tan­te, pla­ga­das de media­ne­ras vis­tas y cubier­tas caó­ti­cas que no se auto­ri­zan para habi­tar pero, en cam­bio, se siem­bran de ante­nas y pos­tes eléc­tri­cos sin cables tren­za­dos. 

A lo que debe­mos aña­dir la inter­mi­na­ble pre­sen­cia de sola­res y bajos aban­do­na­dos, ade­más de la fal­ta de arbo­la­do, pavi­men­to de mala cali­dad, caren­cia de cir­cui­tos pea­to­na­les a pesar de la ido­nei­dad de las dis­tan­cias en nues­tra ciu­dad, o la fal­ta de coor­di­na­ción de los ser­vi­cios muni­ci­pa­les que inun­dan la vía públi­ca de todo tipo y varie­dad de seña­li­za­cio­nes, pape­le­ras, regis­tros, cabi­nas y otros múl­ti­ples obje­tos calle­je­ros…

Digá­mos­lo con cla­ri­dad: la demo­cra­cia no le ha sen­ta­do dema­sia­do bien a la arqui­tec­tu­ra que se ha pro­yec­ta­do en la ciu­dad. Sal­vo algu­nas reha­bi­li­ta­cio­nes sen­si­bles y el for­mi­da­ble éxi­to cívi­co que supu­so la recu­pe­ra­ción como jar­dín del anti­guo cau­ce del Turia –pese al irre­gu­lar resul­ta­do de las pro­pues­tas de Ricar­do Bofill, Vet­ges Tu et alii…–, y sin entrar a valo­rar el monu­men­tal y cos­to­so “valle de los reyes” que San­tia­go Cala­tra­va ha dis­pues­to en la ribe­ra sur del mis­mo, lo cier­to es que se hace muy cues­ta arri­ba selec­cio­nar algu­na inter­ven­ción valen­cia­na des­ta­ca­ble en los últi­mos 40 años.

Tal vez el pro­ble­ma de la ciu­dad vie­ne de más lejos. Al estar rodea­da de espa­cios de alto valor pro­duc­ti­vo o natu­ral como la huer­ta, la fran­ja cos­te­ra o los arro­za­les de la Albu­fe­ra, la expan­sión de Valen­cia siem­pre ha sido pro­ble­má­ti­ca, de ahí su ten­den­cia a reha­cer­se sobre sí mis­ma, a demo­ler ves­ti­gios del pasa­do con tal de ren­ta­bi­li­zar un mejor nego­cio inmo­bi­lia­rio de futu­ro, o a sen­tir­se pro­vin­cia­na por res­pe­tar el patri­mo­nio. 

Valen­cia entró en la moder­ni­dad des­tru­yen­do pala­cios, derri­ban­do edi­fi­ca­cio­nes anti­guas, talan­do árbo­les, amplian­do ave­ni­das para los auto­mó­vi­les… bajo un cier­to sín­dro­me neo­yor­quino. Aún hoy lo sigue con­sin­tien­do: la liqui­da­ción de lo vie­jo, siem­pre y cuan­do se man­ten­gan las facha­das, todo un ejer­ci­cio de estu­pi­dez dis­ci­pli­na­ria que man­tie­ne la nor­ma­ti­va muni­ci­pal.

La ciu­dad, entre otras pro­ble­má­ti­cas, here­dó un cen­tro monu­men­tal sin orden ni pro­por­cio­nes. Fru­to de diver­sos vacia­dos urba­nos, los tres núcleos cen­tra­les de Valen­cia la hicie­ron mere­ce­do­ra del títu­lo de “capi­tal mun­dial de las anti­pla­zas”. Tres espa­cios capi­ta­les de la ciu­dad que siguen sin resol­ver­se: las pla­zas de la Vir­gen, de la Rei­na y del Ayun­ta­mien­to.

Esta últi­ma vuel­ve a ser obje­to de con­tro­ver­sia. No es de extra­ñar. Ha cam­bia­do de nom­bre tan­tas veces como la memo­ria es capaz de recor­dar, así como de dise­ño tras la demo­li­ción del anti­guo con­ven­to de Sant Fran­cesc, del que toda­vía que­dan ele­men­tos en el pala­cio con­sis­to­rial pro­yec­ta­do por Fran­cis­co Mora. Años des­pués, un arqui­tec­to de ver­sá­til talen­to como Javier Goer­lich supo dar­le cohe­ren­cia a este irre­gu­lar tra­pe­cio al que lla­ma­mos pla­za, la Pla­za.

Pero la lla­ma­da popu­lar­men­te “tor­ta­da” neo­cas­ti­cis­ta de Goer­lich ape­nas duró tres déca­das, des­de los pri­me­ros años 30 del pasa­do siglo has­ta los años 60 tras las pro­tes­tas de las flo­ris­tas y los peli­gros de inse­gu­ri­dad que su mer­ca­do sub­te­rrá­neo pare­cía pro­pi­ciar. La con­tem­po­ra­nei­dad, sin embar­go, no ha sabi­do supe­rar la supues­ta “anti­gua­lla” goer­li­chia­na. Lo vemos estos días, cuan­do un joven equi­po de arqui­tec­tos pai­sa­jis­tas jun­to a una agen­cia de publi­ci­dad, con ape­nas la expe­rien­cia de unos cuan­tos con­cur­sos y varios talle­res par­ti­ci­pa­ti­vos, se han lan­za­do a redi­se­ñar este con­flic­ti­vo espa­cio.

La calle Bar­cas en su entron­que con la Pla­za del Ayun­ta­mien­to. A la dere­cha, los nue­vos mace­te­ros.

El resul­ta­do, des­la­va­za­do, ati­bo­rra­do de mace­te­ros de hor­mi­gón inne­ce­sa­rio y car­te­lís­ti­ca vario­pin­ta, está trans­for­man­do la Pla­za en un pai­sa­je irre­gu­lar y de pobre cali­dad. Pla­ga­do de bue­nas inten­cio­nes, nadie lo duda y todos com­par­ti­mos: recu­pe­rar el espa­cio para el pea­tón, ganar arbo­la­do, ámbi­tos de ocio…

La solu­ción de los mace­te­ros resul­ta ser seme­jan­te a la que pro­pu­so Román Jimé­nez para la calle de La Paz en los pri­me­ros tiem­pos de Rita Bar­be­rá. “La calle más calle que he vis­to nun­ca”, como la defi­nió Luis Cer­nu­da en pre­sen­cia de Gil-Albert, que­dó con­ver­ti­da en un ridícu­lo y estre­cho salon­ci­to domés­ti­co.

El mis­mo dos­sier del pro­yec­to de la Pla­za –que nun­ca ha teni­do poe­tas que la glo­sen–, pre­sen­ta, aho­ra, un cúmu­lo sin freno de refe­ren­cias sobre otras ciu­da­des. No cuen­ta, en cam­bio, la leyen­da sobre Le Cor­bu­sier, a quien supues­ta­men­te lle­va­ron en los años 30 a admi­rar el edi­fi­cio rojo y negro de Joa­quín Rie­ta en la ace­ra “racio­na­lis­ta” de la Pla­za. En reali­dad, lo visi­ble estos días devie­ne un ejer­ci­cio falli­do de juven­tud sin la madu­rez sufi­cien­te para abor­dar la reso­lu­ción cul­ta de la cen­tra­li­dad urba­na. A dos años vis­ta de la capi­ta­li­dad mun­dial del dise­ño.

*Artícu­lo publi­ca­do en Leva­n­­te-EMV el 17 de mayo.

Comparte esta publicación

amadomio.jpg

Suscríbete a nuestro boletín

Reci­be toda la actua­li­dad en cul­tu­ra y ocio, de la ciu­dad de Valen­cia