Una de las zonas más devas­ta­das en Pai­por­ta. Foto: Alber­to Pla.

El any de les barran­ca­des / me s’em­por­tà la barra­ca; / no plo­res més Mara­vi­lla, / que amb qua­tre palos n’hi ha una altra. No hay mejor resu­men del carác­ter valen­ciano fren­te a las adver­si­da­des que esta can­cion­ci­lla popu­lar de Albal que recu­pe­ró en su día el gru­po Ali­ma­ra. Fíje­se el lec­tor en el uso del tér­mino “barran­ca­da”. Aquí no hay río ni riuàs. Es otra la memo­ria sobre la que se com­po­ne la pie­za folk.

El recuer­do de mi gene­ra­ción es el pos­te­rior a la riuà, mar­ca­da con aque­llas seña­les que indi­ca­ban has­ta don­de lle­gó el agua en las inun­da­cio­nes del Turia en octu­bre de 1957, sobre todo en el cen­tro his­tó­ri­co y en el barrio del Car­men. Allí haría for­tu­na un res­tau­ran­te típi­co de pae­llas bajo el nom­bre de La Riuà, has­ta su tras­la­do a la calle del Mar. La expre­sión “has­ta aquí lle­gó la riuà” se incor­po­ró inclu­so al acer­vo común de la gen­te.

Para enton­ces los valen­cia­nos ya había­mos con­tri­bui­do con los sellos de 0,25 cén­ti­mos de pese­ta para ayu­dar a finan­ciar las obras del Plan Sur. Solo los más vie­jos del lugar cono­cían que tres gran­des pro­hom­bres valen­cia­nos per­die­ron sus car­gos por recla­mar al Esta­do la pues­ta en mar­cha de aquel plan. Al alcal­de Tomás Tré­nor; al pre­si­den­te del Ate­neo, Joa­quín Mal­do­na­do; y al direc­tor de Las Pro­vin­cias, Mar­tín Domín­guez, se les obli­gó a dimi­tir. Para­do­jas de la polí­ti­ca, fue el nue­vo alcal­de, el falan­gis­ta Adol­fo Rin­cón, quien sor­tea­ría los impe­di­men­tos del MOPU gober­na­do por Sil­va Muñoz para lle­gar has­ta Fran­co y agi­li­zar el pro­yec­to.

Pasa­ron vein­ti­cin­co años has­ta la pan­ta­nà de Tous, en el oto­ño de 1982, cuan­do el río que los ára­bes bau­ti­za­ron como “devas­ta­dor”, el Xuqr, se des­ató con arre­ba­to tras reci­bir el dilu­vio uni­ver­sal des­de el maci­zo del Caroig. Hubo nue­vas ria­das en la cuen­ca del Júcar en el 83 y has­ta el 87. La Gene­ra­li­tat Valen­cia­na, a tra­vés de su direc­to­ra de Urba­nis­mo, Blan­ca Blan­quer, redac­ta­ría unas Nor­mas de Coor­di­na­ción del Área Metro­po­li­ta­na de Valen­cia con múl­ti­ples mapas deli­mi­tan­do zonas inun­da­bles.

Los pla­nes hidráu­li­cos para con­te­ner ria­das y barran­ca­das se gene­ra­li­za­ron des­de enton­ces. La Uni­ver­si­dad Poli­téc­ni­ca ha doc­to­ra­do varias gene­ra­cio­nes de los mejo­res inge­nie­ros del país, exper­tos en hidro­lo­gía; la de Valen­cia, a bri­llan­tes geó­gra­fos y botá­ni­cos. Todos habían leí­do las cró­ni­cas del ilus­tra­do Cava­ni­lles de fina­les del siglo XVIII. Su des­crip­ción del barran­co que en el llano de Quart cir­cu­la­ba jun­to a la ven­ta del Poyo es reve­la­dor. Los pla­nes se suce­den.

En 2003 se aprue­ba un plan con­cre­to fren­te a las inun­da­cio­nes, el Patri­co­va, que se revi­sa diez años des­pués y cuya filo­so­fía se incor­po­ra en 2014 a la nue­va ley de orde­na­ción del Terri­to­rio, Urba­nis­mo y Pai­sa­je de la Comu­ni­dad Valen­cia­na que tex­tual­men­te seña­la: “Se ubi­ca­rán espa­cios libres de edi­fi­ca­ción jun­to al domi­nio públi­co hidráu­li­co, a lo lar­go de toda su exten­sión y en las zonas con ele­va­da peli­gro­si­dad por inun­da­cio­nes”. En 2004, la Con­fe­de­ra­ción Hidro­grá­fi­ca del Júcar pro­yec­ta­ba una pre­sa en Ches­te, aguas arri­ba del barran­co que no se lle­vó a cabo. La cone­xión del Poyo con el Plan Sur tam­po­co se hizo por­que atra­ve­sa­ba un cemen­te­rio.

Tam­po­co hace fal­ta cono­cer estos regis­tros his­tó­ri­cos tan recien­tes. Des­de el Pleis­to­ceno que llue­ve de modo irre­gu­lar pero inten­sa­men­te en el lito­ral a levan­te de la Penín­su­la Ibé­ri­ca. Y ello por­que el mar Medi­te­rrá­neo es más cáli­do y salino que el océano Atlán­ti­co, un con­tras­te que faci­li­ta los oto­ños borras­co­sos. Ade­más, nues­tra línea cos­te­ra resul­ta ser una fran­ja estre­cha, una super­fi­cie de alu­vión, sepa­ra­da de la mese­ta por mon­ta­ñas. Del Ebro al Segu­ra, y más allá, a nor­te y sur, ese lito­ral es una suce­sión con­ti­nua de albu­fe­ras y mar­ja­les, ali­men­ta­dos por cuen­cas de ríos furio­sos, barran­cos, ram­blas, rie­ras o torren­tes. Los nom­bres de muchos hitos geo­grá­fi­cos dan cuen­ta de la civi­li­za­ción talá­si­ca levan­ti­na.

La huer­ta de Valen­cia, todas las huer­tas de las pla­nas valen­cia­nas, son fru­to de los sedi­men­tos de los impe­tuo­sos cur­sos de agua. De haber sido más exten­sas las ribe­ras y pla­nas de tie­rra, Valen­cia tal vez hubie­ra dado vida a algún tipo de impe­rio duran­te la Anti­güe­dad como así ocu­rrió en el del­ta niló­ti­co en Egip­to o en las maris­mas de Meso­po­ta­mia. El pri­mer sím­bo­lo cono­ci­do de la ciu­dad de Valen­cia es un sello con el gra­ba­do de un pro­mon­to­rio sobre agua: tal vez una refe­ren­cia a la pla­za de la Vir­gen y el Tosalt, don­de se fun­da la Valen­tia roma­na entre dos bra­zos del río Turia.

De hecho, las ria­das valen­cia­nas están más que docu­men­ta­das des­de la Edad Media. Son muy cla­ras, por ejem­plo, las con­clu­sio­nes de los tra­ba­jos geo­ar­queo­ló­gi­cos lle­va­dos a cabo por Karl Butzer, Ismael Mira­lles y Joan Mateu en Alzi­ra duran­te 1980 y que estos días me remi­tía Josep Vicent Ler­ma. En la lla­nu­ra inun­da­ble del Júcar hubo ria­das cons­tan­tes, pero has­ta el año 1000 las llu­vias eran más fre­cuen­tes, aun­que de menor inten­si­dad. Es a par­tir de esa épo­ca, duran­te el perio­do de las Tai­fas, cuan­do se defo­res­ta aguas arri­ba, en las cuen­cas ver­tien­tes, y se redu­cen los espa­cios natu­ra­les inun­da­bles ante una demo­gra­fía expan­si­va. Entre 1300 y 1923 se regis­tran más de 80 años con inun­da­cio­nes nota­bles: una cada 8 años. Y cada 34 años son impor­tan­tes en Alzi­ra y Car­cai­xent. Cada siglo una es vio­len­ta. Casi siem­pre en octu­bre y noviem­bre. Todo ello sin tomar en con­si­de­ra­ción ano­ma­lías cli­má­ti­cas que, en la actua­li­dad, agra­van la recu­rren­cia de tales cir­cuns­tan­cias.

Ria­das y barran­ca­das. Vol­va­mos al prin­ci­pio. Esta cul­tu­ra de las inun­da­cio­nes agre­si­vas jun­to a los perio­dos de pros­pe­ri­dad gra­cias a la fer­ti­li­dad de una tie­rra que cose­cha el cuerno de la abun­dan­cia, pare­ce haber for­ja­do la epi­ge­né­ti­ca valen­cia­na, una idea de rena­cer con­ti­nuo, de vivir al día, que­man­do cada pri­ma­ve­ra lo inser­vi­ble. La can­cion­ci­lla de Albal bien lo remar­ca: no llo­res que con cua­tro palos vol­ve­mos a cons­truir la barra­ca. Una antro­po­lo­gía que sir­ve para expli­car a una socie­dad agra­ria y labo­rio­sa, pero que difí­cil­men­te tie­ne vali­dez en la era indus­trial. Y que, des­de lue­go, resul­ta insen­sa­ta en un mun­do de ser­vi­cios e inter­co­ne­xio­nes espe­cia­li­za­das como el actual.

Así como Vene­cia se cons­tru­yó hábil­men­te en una lagu­na sobre pilo­tes de made­ra para huir de las inva­sio­nes bár­ba­ras o, de modo más recien­te, los holan­de­ses doma­ron el Mar del Nor­te o los pro­yec­tos del New Deal nor­te­ame­ri­cano sir­vie­ron para regu­lar los des­bor­da­mien­tos del pode­ro­so río Colo­ra­do, a los valen­cia­nos el futu­ro nos abo­ca a coha­bi­tar con el agua des­de el sen­ti­do común, la memo­ria y la tec­no­lo­gía. De la mano de fuer­tes inver­sio­nes y una inte­li­gen­te pla­ni­fi­ca­ción sos­te­ni­ble.

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