Nues­tro hom­bre bus­ca una selec­ción de obras fun­da­men­ta­les de la lite­ra­tu­ra uni­ver­sal que se per­dió leyen­do ton­ta­das en tiem­pos pasa­dos. Hace una visi­ta al anciano Don Aure­lio, anti­guo libre­ro de lan­ce del barrio del Mer­cat de Valen­cia y cole­ga del gran Pyg­ma­lión, teó­so­fo des­pa­re­ci­do que se esfu­mó en los sesen­ta jun­to a su ter­tu­lia de la pla­za Lope de Vega.

Anda­ba el joven des­pis­ta­do en cues­tio­nes de lec­tu­ra pues des­de los tiem­pos de la escue­la se le habían atra­gan­ta­do los libros que gra­ves maes­tros habían reco­men­da­do como lec­tu­ra. Las cosas han cam­bia­do aho­ra bas­tan­te, pero en pleno siglo XX los ins­ti­tu­tos tenían unos pro­fe­so­res de lite­ra­tu­ra en muchos casos decré­pi­tos, dis­tan­tes y bas­tan­te obtu­sos. Obli­ga­ban a leer como en gale­ras obras infu­ma­bles en la edad juve­nil como La Celes­ti­na, o las nove­las ejem­pla­res de Cer­van­tes, inclu­so El Qui­jo­te o en el peor de los casos libros de Larra, Béc­quer, Espron­ce­da o Pérez Gal­dós, poe­mas de Juan Ramón Jimé­nez que no por no bue­nos no deja­ban de ser de difí­cil diges­tión para espí­ri­tus jóve­nes con áni­mo de nove­dad.

Jamás escu­ché reco­men­dar Poe­ta en Nue­va York, Roman­ce­ro Gitano de Fede­ri­co Gar­cía Lor­ca o los lumi­no­sos poe­mas de Miguel Her­nán­dez; de los forá­neos ni esta­ban ni se les espe­ra­ba. Algún cuen­to de Dic­kens o Saint Exupery pero nada de los gran­des aven­tu­re­ros anglo­sa­jo­nes o los sen­sua­les narra­do­res fran­ce­ses. Ni siquie­ra de la jugo­sa pica­res­ca patria del siglo de Oro.

Como mucho La isla del teso­ro de Ste­ven­son, olvi­dan­do sus  mejo­res narra­cio­nes de aven­tu­ras en los mares del Sur o El extra­ño caso del doc­tor Jec­kill y Mr. Hyde. Las aven­tu­ras de Julio Ver­ne fun­cio­na­ban como best seller en el momen­to cuan­do un estu­dio más pro­fun­do mues­tra que el famo­so escri­tor era bas­tan­te racis­ta en sus his­to­rias, muy polí­ti­ca­men­te inco­rrec­to en la actua­li­dad til­dan­do siem­pre de sal­va­jes a los indí­ge­nas de sus aven­tu­ras. De mane­ra que nues­tro hom­bre, cum­pli­dos ya los cua­ren­ta inten­tó a ave­ri­guar por su cuen­ta que lite­ra­tu­ra esa esen­cial para tener una com­pren­sión cabal del mun­do de las letras y su fas­ci­nan­te reme­dio con­tra el tedio de vivir.

Fue a visi­tar en su reduc­to libres­co, ubi­ca­do en la calle En Trench, al muy anciano sabio Aure­lio Vale­riano, aper­ga­mi­na­do lec­tor de vie­jas épo­cas; que no tuvo incon­ve­nien­te de poner­lo al día, pues no por vie­jo era menos moderno y van­guar­dis­ta el vie­jo cus­to­dio de anti­gua­llas.

Comen­zó a men­tar una suce­sión de obras para abrir los ojos y crear adic­ción a la lec­tu­ra por par­te de vie­jos y jóve­nes. Dijo que Bor­ges tenía una colec­ción de lo que él con­si­de­ra­ba las mejo­res obras indis­pen­sa­bles de la his­to­ria, pero Aure­lio iba más lejos, tenía sus pre­fe­ren­cias. Comen­zó con Joseph Con­rad y su esen­cial obra El espe­jo del mar, sobre sus aven­tu­ras de capi­tán de bar­co mer­can­te a fina­les del siglo XIX, por no hablar de El Cora­zón de las tinie­blas; y ya den­tro de este siglo y nave­gan­do en el océano, una obra fun­da­men­tal es Moby Dick de Her­man Mel­vi­lle, que fue lle­va­da al cine por John Hus­ton con gran éxi­to, si bien no repi­tió con otra obra estu­pen­da del nor­te­ame­ri­cano titu­la­da Billy Budd mari­ne­ro. Y por des­con­ta­do los rela­tos de Jack Lon­don deben tener un espa­cio pri­vi­le­gia­do en una bue­na biblio­te­ca case­ra.

Los Cuen­tos com­ple­tos de Frank Kaf­ka y de Edgar Allan Poe son esen­cia­les para una for­ma­ción lite­ra­ria moder­na, ade­más de los del fran­cés Guy de Mau­pas­sant, ase­ve­ró don Aure­lio mien­tras un cuer­vo vivo, esca­pa­do aca­so del poe­ma de Poe, revo­lo­tea­ba por entre las bal­das de su colo­sal biblio­te­ca, dejan­do cho­rre­to­nes de sus cagadas blan­que­ci­nas como esta­lac­ti­tas entre libro y libro.

“Me gus­ta por­que le da una sen­sa­ción de biblio­te­ca góti­ca a la estan­cia” son­reía soca­rrón don Aure­lio. En los que res­pec­ta a los ame­ri­ca­nos es esen­cial la lec­tu­ra de Luz de Agos­to, de William Faulk­ner, que tam­bién era la pre­fe­ri­da de Bor­ges, por no hablar de los cuen­tos de Ambro­se Bier­ce o La roja insig­nia del valor, de Stephan Cra­ne, cuen­tos rela­cio­na­dos con la gue­rra de sece­sión que todo joven debe cono­cer. Cum­bres borras­co­sas de Emily Bron­te y algu­nas obras de Natha­niel Hawthor­ne son cla­ves en el cono­ci­mien­to de las letras yan­quis. Y por des­con­ta­do, dejan­do a un lado el mediá­ti­co y ego­cén­tri­co Heming­way, hay tres auto­res cla­ve para com­pren­der lo más humano y esen­cial del espí­ri­tu huma­nis­ta nor­te­ame­ri­cano, John Stein­beck, al com­ple­to, en espe­cial Las uvas de la ira, John Dos Pas­sos y su Manhat­tan Trans­fer y el dra­ma­tur­go Ten­nes­se Williams cuyas Memo­rias no tie­nen des­per­di­cio por su sen­ti­do del humor y gra­cia. Los Miller, Henry y Arthur tam­bién per­ma­ne­cie­ron en la som­bra en nues­tra juven­tud, sobre todo el pri­me­ro por su eró­ti­ca tri­lo­gía Sexus, Nexus y Ple­xus. Otra obra maes­tra ame­ri­ca­na es La bala­da del café tris­te de la des­di­cha­da escri­to­ra Car­son McCu­llers.

Y mucho mejor que el empa­la­go­so El Prin­ci­pi­to, de Saint Exupery, es cla­ve para un infan­te la lec­tu­ra de Las aven­tu­ras de Huc­kle­berry Finn del gran escri­tor Mark Twain, rela­to entra­ña­ble sobre la amis­tad entre un niño negro y otro blan­co en las ribe­ras del Mis­sis­sip­pi. Anti­rra­cis­ta y didác­ti­co a car­ta cabal para los más peque­ños.

Espan­tan­do con un mano­ta­zo al cuer­vo de Poe que no deja­ba de incor­diar don Aure­lio se bajó al sur de Amé­ri­ca en su rela­to de libros indis­pen­sa­bles y seña­ló sin dudar al escri­tor mexi­cano Juan Rul­fo y sus bre­ves rela­tos, sobre todo El llano en lla­mas, algu­nos cuen­tos inau­di­tos del gran Bor­ges como El Aleph y otros de Julio Cor­tá­zar. Pasó por alto el archi­fa­mo­so Gabo que de tan difun­di­do le empa­chó. No olvi­dó a Car­los Fuen­tes ni al cubano Gui­ller­mo Cabre­ra Infan­te y su diver­ti­da La Haba­na para un infan­te difun­to. Y en cues­tión de libros escri­tos para no dejar de par­tir­se de risa, Don Aure­lio reco­men­dó a dos bri­tá­ni­cos: Noti­cia bom­ba de Evelyn Waugh, cruel sar­cas­mo sobre el ofi­cio del perio­dis­ta y Via­jes con mi tía del maes­tro Graham Gree­ne. Si a esos dos aña­di­mos Grou­cho y yo, ya tene­mos una tri­lo­gía de obras para qui­tar el pesi­mis­mo a cual­quie­ra.

El sabio libre­ro nom­bró sin dudar dos obras euro­peas cla­ves, más allá de los inter­mi­na­bles Tols­toi, Bal­zac, Dic­kensy otros auto­res de libros como océa­nos sin fin. Entre los fran­ce­ses Un bár­ba­ro en Asia, de Heni Michaux, tenía un espa­cio espe­cial para don Aure­lio, Spleen de Paris, de Bau­de­lai­re o El extran­je­ro de Camus. Sin olvi­dar las nove­las, sin Mai­gret, de Sime­non. Tes­ti­mo­nios socia­les dela Fran­cia popu­lar de mitad de siglo. A los moder­nos tam­bién los cono­cía y más allá de todas las milon­ga­das sobre la nove­la negra, reco­men­da­ba el libro de Jonathan Litell, Las bené­vo­las, qui­zás la nove­la, que ganó el Gon­co­urt en su momen­to, más cru­da y emo­cio­nan­te sobre las bar­ba­ri­da­des nazis en la II Gue­rra Mun­dial. Sin dejar Euro­pa, nadie debe irse al otro mun­do sin leer a Stephan Zweig en espe­cial su bio­gra­fía sobre Fou­che, el jefe de poli­cía de la Revo­lu­ción fran­ce­sa, Mar­gue­ri­te Your­ce­nar y su Opius Nigrum es tam­bién nove­la esen­cial sobre la into­le­ran­cia reli­gio­sa de los tiem­pos anti­guos. Che­jov es cla­ve. Don Aure­lio, en lo que res­pec­ta a los escri­to­res del nor­te euro­peo tenia espe­cial pre­di­lec­ción por Hen­ning Man­kell, autor muy cono­ci­do por sus esplén­di­dos thri­llers, Los perros de Riga, por ejem­plo, lo es menos en su obra huma­nis­ta y soli­da­ria ambien­ta­da en Áfri­ca y sus mise­rias huma­nas.

“Me dejo en el tin­te­ro can­ti­dad de obras, com­pren­da usted, que­ri­do ami­go, que una lis­ta de mara­vi­llas lite­ra­rias uni­ver­sa­les sería inter­mi­na­ble, pero aho­ra aca­be­mos con nues­tro país”, dijo don Aure­lio. Y aquí no se cor­tó un duro, Dia­rio de un caza­dor de Deli­bes, El árbol de la cien­cia, de Pio Baro­ja, Iman, de Ramón J. Sen­der; Si te dicen que caí, de Juan Mar­sé, La fami­lia de Pas­cual Duar­te de Cela, Sol­da­dos de Sala­mi­na, de Javier Cer­cas, Nada, de Car­men Lafo­ret, algu­nas obras de Almu­de­na Garan­des, son obras a tener muy en cuen­ta. De los clá­si­cos, y con el per­mi­so de Cer­van­tes y su caba­lle­ro de la tris­te figu­ra, libro que hay que leer ya en edad madu­ra para dis­fru­tar­lo, dos obras cla­ves y supe diver­ti­das de la lite­ra­tu­ra de todos los tiem­pos Los sue­ños, de Don Fran­cis­co de Que­ve­do y El dia­blo cojue­lo de Vélez de Vega­ra.

Ante la impa­cien­cia cada vez mayor del visi­tan­te ante tal can­ti­dad de infor­ma­ción Don Aure­lio se levan­tó y sir­vió unas copi­tas de Opor­to para des­en­tu­me­cer las men­tes. No segui­ré joven por no marear­lo dema­sia­do, pero una reco­men­da­ción, ten­ga siem­pre en la mesi­ta de noche tres libros de pen­sa­mien­tos filo­só­fi­cos, Los ensa­yos de Mon­taig­ne, las Medi­ta­cio­nes de Mar­co Aure­lio y los afo­ris­mos de Fede­ri­co Nietz­sche. Ade­más, y como libro de con­sul­ta Los mitos grie­gos de Robert Gra­ves es un libro lumi­no­so y alec­cio­na­dor.

Marea­do y borra­cho por el esplén­di­do opor­to del vie­jo alqui­mis­ta lite­ra­rio, nues­tro hom­bre salió de casa de don Aure­lio peta­do de sabi­du­ría libres­ca pero más con­fu­so aun de lo que había entra­do. Para des­en­gra­sar la men­te se com­pró al ins­tan­te un comic del gran his­to­rie­tis­ta valen­ciano Paco Roca y se dis­pu­so a dis­fru­tar de la vida.

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