INFORME DE INVESTIGACIÓN. PARTE I
Vaya por delante y ya anticipo que la plataforma global Spotify que comenzó siendo un famoso lugar de internet para escuchar música en streaming a través de la red inventado originalmente para compartir música, pero que se está convirtiendo en el mayor vertedero digital de escombros musicales del mundo. Trataré de explicar los antecedentes y la actual deriva de automatizar el escuchar música de forma ubicua (desde cualquier lugar y en cualquier momento), impulsada mediante la IA Generativa, que ya está interfiriendo nuestra capacidad de decidir qué queremos escuchar introduciendo en el proceso tanto músicos, compositores e intérpretes falsos como fake music, o sea, música falsa creada con algoritmos, pero disfrazada de canciones de autores, eso sí, inventados por la plataforma. Un intento de que los aficionados a la música no ocupen otro papel que el de carne de cañón para las métricas digitales como consumidores pasivos e ignorantes que no ofrezcan resistencia. Vayamos por partes.
La algorítmica predictiva aplicada a las redes sociales incentiva al máximo el consumo sin sustancia, es decir, de bienes digitales inmateriales (es el caso de la música actual) ya que las plataformas tienen capacidad para monetizar nuestro tiempo de atención. Uno de estos consumos que se ha vuelto ubicuo e inmaterial además de un gran negocio online, es el de escuchar música vía internet por streaming, –es decir, sin descargarse el archivo digital sonoro–, pero no siempre fue así.
La combinación de la comodidad nihilista (con evidente poca exigencia de calidad en los intercambios digitales por gran parte de los usuarios actuales), unida a la conexión ubicua que sucede en el streaming de música y vídeo, pareció al principio una bendición para músicos y aficionados a la música. Pero hay algo paradójico, fantástico y sorprendente. Se temía que esto sustituyese la música grabada y mermase las actuaciones en directo, pero no ha sido así. Al contrario. Nunca habían estado los conciertos de música tan llenos como hoy por fans en busca de emociones.
Gracias a Internet la escucha de la música se ha vuelto ubicua, pero también se ha multiplicado el boca a boca digital, en el que los propios usuarios se han convertido en activos publicistas de cualquier cosa, así que indirectamente la interacción de todos-a-todos de las RRSS han dado un empujón a la promoción de eventos y, con ello, a la asistencia a festivales de música y a conciertos, que se ha multiplicado. Sea en una gran ciudad, playa o en cualquier explanada en la última aldea rural, los festivales de música hechos con cualquier pretexto, cultural, turístico o ecológico, ahora llenan seguro. Y, además, a merced de los sistemas digitales algorítmicos de recomendación impulsados ahora por IA. Nunca habíamos tenido a nuestra disposición tanta cantidad de músicas sonando, ni tantas canciones y listas de ellas (play lists) para escuchar online. Esto ha creado un nicho especializado de un gigantesco negocio que, por su especificidad, ha generado una audiencia cautiva gracias a ciertas estrategias que buscan decidir por nosotros qué vamos a escuchar incluso impulsar la escucha aleatoria. Así consiguen incluso hacernos escuchar lo que no imaginábamos ni queríamos. El objetivo es incorporar más y más de nuestro tiempo de atención y de escucha a sus métricas, que ellos convierten en dinero fácil.
Parecía que la transición de la música desde el estado analógico al modo digital había ido por buen camino. Pero esa idea de compartir música se está volviendo un espejismo por ciertas conductas radicales de las plataformas globales que buscan tomar el control de nuestras escuchas y hacer de ello una industria intensiva y extractiva. Sus ánimos monopolísticos y la enorme presión tras ellas para monetizar su actividad de los fondos de inversión que especulan también con la música, muestran que buscan el beneficio a toda cosa por encima de cualquier otra consideración artística o musicals.
La comercialización de este consumo inmaterial que hoy es un negocio floreciente a nivel mundial, al que ha llegado un nuevo, inesperado y poderoso invitado: la Inteligencia Artificial Generativa (IAG) y sus músicos fantasma, –y también la música fantasma como podríamos llamar a la música sin autor o de autor inventado–, que irrumpe como elefante en cacharrería. Parece que todo va a cambiar en la industria musical mundial, de nuevo. Veamos primero sus antecedentes.
El sueño inicial de compartir música mediante internet
Antes que nada, hagamos un poco de historia. A principio de este siglo se ocurrió un proceso de convergencia entre la música grabada, el nuevo formato sonoro digital .MP3, e internet. En junio de 1999 se lanzó Napster, un servicio de distribución de archivos de música (en formato MP3). Fue la primera gran red P2P (per to peer, o entre iguales) de intercambio de archivos de música creado por Sean Parker y Shawn Fanning. Su popularidad explotó al año siguiente. Esta tecnología permitía a aficionados a la música compartir sus colecciones de archivos sonoros .MP3 fácilmente con otros usuarios, lo cual constituyó el estreno de la idea de ‘compartir’ archivos de música en formato digital mediante internet con conocidos o amigos. Fue el primer sistema de distribución de archivos entre pares de popularidad masiva. Usaba un servidor principal para mantener una lista de usuarios conectados y archivos compartidos por cada uno de ellos. Las transferencias de archivos eran realizadas entre los usuarios sin intermediarios. Ese era uno de los sueños del internet inicial, compartir música por internet así, sin intermediarios.
Pero visto lo sucedido después, hoy sabemos que aquel sueño no podía durar. A comienzos de 2000, comenzó la guerra de los derechos de autor que iniciaron varias grandes discográficas que llevaron a juicio por una deuda multimillonaria en una demanda contra el servicio Napster. Esto supuso para Napster una enorme popularidad, y le hizo atraer a muchos millones de nuevos usuarios con un pico momentáneo de 26,4 millones de usuarios en febrero del año 2001. La otra cara de la moneda es que eso le supuso también luego su fracaso como gran empresa global. En julio de 2001 un juez ordenó el cierre de los servidores Napster para prevenir más violaciones de derechos de autor. Hacia el 24 de septiembre del 2001, prácticamente su popularidad había llegado al final. Solo quedó este servicio como algo residual.
En esos años pioneros, el panorama lo dominaban marcas como MySpace, –una avanzadilla de las tecnologías de la web 2.0, formulada por Tim O’Relly en 2004, que luego dieron lugar al internet de las redes sociales–. Un caso canónico es la plataforma inicial de vídeos YouTube (fundada en 20025) impulsada por prominentes servidores del streaming de música, y usada hasta hoy para vídeos musicales. En 2006, los emprendedores suecos Daniel Ek y Martin Lorentzon fundaron Spotify, algo disruptivo en 2008, buscando crear una alternativa legal a las plataformas de distribución de archivos, tales como Napster y Kazaa. Al principio, el servicio permitía a sus usuarios transmitir canciones a disposición, utilizando tecnología peer-to-peer, ofreciéndose a base en un sistema de suscripciones. En aquel momento, el emprendedor Ek señaló que quería «crear un servicio que fuera mejor que la piratería y, al mismo tiempo, compensara a la industria de la música». O sea, la cuadratura del círculo en lo de consumir música legalmente usando internet. Luego veremos como evolucionó hacia el streaming actual de música, ya sin bajarse los archivos digitales de música.
Hay un tema central en esto. En el contexto del mundo de la música comercial, desde hace un siglo, una de las leyes generales es que cualquier canción tiene autor/es de letra y/o de música, y autores e intérpretes deben ser remunerados por las escuchas de sus creaciones. Se llegó a la práctica desaparición de uso de soportes físicos como casettes, discos de vinilo, y otros tipos de disco físico, porque la mayoría de la gente, –salvo los frikis y coleccionistas del hi-fi pura clase A–, pasó a escuchar música a través de la red, en modo digital de streaming. La mayoría hoy lo acepta como algo inevitable, no importando que la calidad del sonido sea mucho peor (el famoso músico de culto Tom Waits retiró todo el catálogo de su música de Spotify «por su mala calidad sonora», entre otras razones como la falta de respeto, tanto la obra de los músicos como a los oyentes).
Muchísima gente cambió calidad sonora por una mezcla de comodidad, conformismo y ubicuidad de la escucha. Hoy resulta exótico describir cómo se comercializaban los discos de vinilo, algo consolidado durante décadas, casi todo un siglo. Había y hay artistas poseedores de discos de oro, platino, o diamante, lo cual era también el mejor termómetro de su popularidad. En España, para obtener esos niveles de reconocimiento, un artista debe haber vendido un número de copias mínimo exacto. Si vendes más de 20.000 copias eres un artista con Disco de Oro; si has llegado a las 40.000 copias, eres un artista Disco de Platino. Eres un intérprete Disco de Diamante, si has vendido un millón de copias. En España solo unos pocos artistas y grupos de entre los mas populares, poseen la categoría reina. Que sepamos, en España, solo Raphael, AC/DC, Queen y Michael Jackson, han sido reconocidos con el Disco de Uranio, por vender más de 50 millones de copias en toda su trayectoria. Recuerdo esto porque el tema de los derechos de autor por la reproducción de música ha estado, y aun está, no sabemos por cuanto tiempo, en el centro de la remuneración de los artistas musicales, como alternativa a sus actuaciones en directo.
Pero he aquí que, en muy poco tiempo, unos invitados inesperados, los algoritmos, se han colado en este antes aparente feliz y divertido mundo de la música popular, y que permiten nuevos fraudes, esta vez digitales. Están entrando en él cual elefante en cacharrería. Y parece que podrían cambiarlo o quizá desmoronar como un castillo de naipes todo el tinglado anterior del mundo e industria de la música popular ‑y quizá el de la otra–, tal como las conocíamos, basadas en la autoría y la interpretación de músicos más o menos virtuosos. ¿Se podría mantener esta industria con música sin autor; o incluso sin interprete conocido? Pues no sabemos, pero ya llegan las primeras noticias de quienes lo están intentando. Pero vayamos por partes.
La Rueda y otros fraudes musicales
He hablado antes de ‘fraude’ en relación a la música. Si hay un país con imaginación para fraudes, ese es el nuestro. El 4 de febrero de 2020 el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) emitió un comunicado, en el que anunció que «La Audiencia Nacional investiga a 14 televisiones en el caso de ‘La Rueda’ por corrupción en los negocios por medio de organización criminal». El comunicado se refería a «la investigación de un supuesto fraude por el que se obtenían ingresos millonarios por derechos de autor de contenidos musicales emitidos en programas de TV a altas hora de a madrugada», –prácticamente sin audiencia–, pero por los que eran remunerados generosamente con derechos de autor a ciertos autores y no a otros. El juez de la Audiencia Nacional Ismael Moreno, según el comunicado, decidió encausar a 14 entes televisivos, entre ellos las principales cadenas de televisión, por el procedimiento denominado La Rueda, en el que se investigaba el supuesto fraude por el que se obtenían ingresos millonarios por derechos de autor de contenidos musicales, emitidos en programas de TV nocturnos. El magistrado les atribuyó entonces «un delito de corrupción en los negocios cometido por medio de organización y/o grupo criminal».
Según el magistrado «la operativa conocida en el sector como La Rueda consistía en el registro fraudulento de supuestas modificaciones (a veces mínimas) de obras musicales originales declarándolas como si fueran obras nuevas, o sin variación alguna de la auténtica y original en la mayor parte de los casos; en otros casos, se realizaban ligeras modificaciones respecto a la partitura original». Esos registros, –explicó Moreno–, «se realizaban bien a nombre de los denunciados en la causa o personas de su entorno o a nombre de sociedades creadas a tal fin como cesionarias de los derechos de autor». Incluso en algunos casos, –añadía el juez–, «la operativa la iniciaban los investigados mediante el contacto con jóvenes estudiantes de obras clásicas en conservatorios a quienes se les ofrecía aparecer en televisión interpretando alguna de esas obras».
Con posterioridad, los denunciados registraban la obra emitida en televisión como arreglo suyo «ya sea cambiando el título, ya sea realizando ligeros arreglos y cobran los derechos de autor devengados cuando en realidad la obra es la clásica original sin ningún tipo de variación». En aquel comunicado, el magistrado cifró en ese momento de 2020 «el fraude en un total en 100 millones de euros teniendo en cuenta que el periodo investigado se refiere a los años 2006–2011. Las cantidades aproximadas que estaría ingresando el grupo de investigados rondarían los 20 millones de euros anuales». En agosto de 2023, la Justicia anuló el reparto de 64 millones de la SGAE a 40.000 de sus autores por los derechos de emisión en televisión.
Pero, finalmente, en octubre de 2024, la Audiencia Nacional ha dictado el sobreseimiento provisional y consiguiente archivo de la investigación del llamado caso de La Rueda, que afectaba a diversos socios de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) y 14 televisiones, más de ocho años después de las primeras denuncias por presunto fraude en el cobro de derechos de autor. La sentencia del juez Ismael Moreno, titular del juzgado de instrucción número 2 de la Audiencia Nacional, indica que «no existen indicios suficientes que acrediten que los investigados han incurrido en los delitos imputados y que la Fiscalía había solicitado el sobreseimiento». Pelillos a la mar.
¿Porqué saco a colación este vergonzoso episodio sobre el que la industria musical y televisiva han intentado echar tierra encima, cuando no ocultarlo o que la gente lo ignore?, pues porque acabamos de descubrir similitudes de ello ahora, gracias al libro que va a salir en enero de 2025 de la escritora y crítica musical Liz Pelly, titulado Mood Machine: The Rise of Spotify and the Costs of the Perfect Playlist, es decir: La Máquina del Estado de Ánimo: el auge de Spotify y el coste de la perfecta lista de reproducción. Hay paralelismos impresionantes. Parece que La Rueda nos estaba anticipando lo que luego haría Spotify con la escucha de música: un negocio estajanovista de unos pocos con los falsos derechos de autor y, aún más, con músicas falsas y compositores fantasma. Las noticias que me ha llegado del libro pondrán los pelos de punta a más de un amante de la música que la tiene como una de sus principales aficiones y diversiones, y que es considerada por muchos como parte esencial de la cultura moderna.
¿O tal vez no habrá pelos de punta por ello? Mi amigo Ramón Palomar, que dirige y presenta el programa de radio Abierto a Mediodía en la 99.9 Valencia Radio, –en el que cada martes hago una sección de ciencia y tecnología–, comparte una broma recurrente conmigo en su programa de radio en directo. La broma consiste en que yo le digo: “Ramón yo creo que hoy en día, en las redes sociales y en su mundo digital, a la gente le gusta que le engañen». «No. –me contesta Ramón–; a la gente hoy no le gusta que le engañen. Le da igual. Y eso no es lo mismo». Pues bien, creo que Ramón en este caso tiene toda la razón. Así que creo que a la inmensa mayoría de los supuestos amantes de la música de escucha ubicua y de los millones de usuarios de las listas de reproducción digital que está consiguiendo poner de moda Spotify, no se les pondrán los pelos de punta ni se rasgarán las vestiduras por lo que cuenta en su libro que esta haciendo Spotify. Simplemente lo dan por inevitable. La comodidad nihilista que practican y las modas digitales que ahora son imperativas e ineludibles, pueden con todo.
El streaming, una nueva religión del consumo digital sin sustancia
Pero, primero, y para quienes no conozcan el detalle, ¿qué tipo de servicio es el de la citada Spotify? Lo proporciona una empresa sueca de servicios multimedia fundada en el año 2006, cuyo producto estrella hoy es la App que da acceso al servicio online con el mismo nombre usado para la reproducción de música vía streaming a través de Internet. Teóricamente, su modelo de negocio es el denominado freemium, que funciona ofreciendo servicios básicos gratuitos, mientras que cobra dinero por otros servicios más avanzados o especiales. La palabra freemium es una contracción en inglés de las dos palabras que definen el modelo de negocio: “free” (“gratis”) y “premium”. Este modelo de negocio ha ganado popularidad con su uso masivo por parte de usuarios de redes sociales. La empresa sueca ofrece desde 2009, música grabada y podcasts digitales restringidos por derechos de autor que incluyen más de 100 millones de canciones, sellos discográficos y compañías de medios. También ofrece más de 3 millones de vídeos musicales, entre otros detalles. Spotify está disponible en más de 184 países, desde julio de 2023. Hay algo ahora muy importante, y que aún lo va a ser más en esta época de la IA Generativa; hoy los usuarios pueden buscar mediante las App de Spotify la música según artista, álbum o género. Y, aún más, pueden crear, editar y compartir sus ‘listas de reproducción’ incluso de escucha aleatoria, –en la que se incluye determinada música y no otra–. O sea, promueven comodidad y mimetismo en lugar incentivar al usuario a tomarse el trabajo y leve esfuerzo que requiere la libertad de elegir por uno mismo.
La empresa, fundada como la startup Spotify, fundada en 2006 en Estocolmo, aún posee cierto aura de empresa innovadora con el streaming de música como bandera, que sus fundadores publicitaron inicialmente como una alternativa legal a la piratería en la música. Pero hoy Spotify ya no es aquella startup inicial. Es un gigante empresarial sueco-estadounidense, con sedes en Estocolmo (Suecia) y Nueva York, que ha firmado acuerdos con las discográficas Universal Music, Sony Music, Hollywood Records, Interscope Records y Warner Music. Cuando la plataforma se lanzó en Europa en 2008, se presentó como una forma de acceder a la música «mejor que la piratería», algo –decían–, «como la famosa biblioteca de iTunes de Apple completa, pero accesible a través de Internet», todo ello mediante suscripción mensual.
El énfasis se ponía en ofrecer acceso a «Un Mundo de Música», como destacaba una de las primeras campañas publicitarias, con el eslogan «Instantáneo, sencillo y gratuito». Los usuarios podían crear sus propias listas de reproducción o escuchar las de otros. El Spotify de sus inicios no empezó con el objetivo de moldear el comportamiento de escucha de los usuarios como hace ahora. De hecho, originalmente, la experiencia de usuario en la plataforma se centraba en la barra de búsqueda. Los oyentes necesitaban saber qué buscaban. Luego, cuando fue creciendo, cambió sus ambiciones claramente, adhiriéndose con ahínco a la economía de las plataformas y a sus prácticas, conforme iba atrayendo a grandes inversores de capital riesgo. Hoy el usuario no necesita saber casi nada. Puede ser mucho más pasivo. Se lo dan todo hecho.
En su búsqueda radical de crecimiento y rentabilidad, Spotify se reinventó una y otra vez. Primero probando como plataforma de redes sociales en 2010; después como mercado online de Apps en 2011. A finales de 2012, como núcleo de lo que denominó «música para cada momento», con sistemas de recomendaciones para «estados de ánimo» (son capaces de medir algorítmicamente en tiempo real sus estados de ánimo, sin que el propio usuario se entere, de ahí el nombre de Máquina del Estado de Ánimo que usa Liz Pelly). También miden la actividad de las cuentas de usuario en momento y hora del día específicos. En 2013 dió otro salto. Eligió las tecnologías de recomendación desplegó equipos de editores para elaborar sus propias listas de reproducción. Y, para ello la empresa en los años 2014–2015, incrementó su inversión en tecnología de personalización algorítmica, lo cual ya diverge claramente con las declaraciones iniciales del cofundador y primer CEO, Daniel Ek, contrario entonces a la idea de que Spotify fuera «un servicio excesivamente personalizado». Las cosas cambian.
En enero de 2020, Spotify lanzó la función «vídeos musicales», que te permite ver hoy más de 9 millones de vídeos musicales, y posee un catálogo más grande que Tidal, Apple Music, Amazon Music y YouTube Music juntas. En la versión gratuita, permite disfrutar vídeos musicales hasta 1080p (Full HD), con baja calidad y anuncios, mientras que la versión Premium, te permite disfrutar de vídeos musicales hasta 8K, en muy alta calidad y sin anuncios. Y ha seguido creciendo imparable. En noviembre de 2020, ya con la explosión inducida de la moda del podcast, Spotify compró la plataforma publicitaria y de publicación de podcast Megaphone por 235 millones de dólares. Una adquisición que reforzó el ansioso enfoque de la compañía por la monetización intensiva del audio.
Según la información oficial, a diferencia de las empresas de ventas de discos físicos o por descargas, que pagan a los artistas un precio fijo por canción o álbum vendido, Spotify paga derechos de autor según la cantidad de reproducciones de artistas como proporción del total de canciones transmitidas. Lo fija todo a sus métricas de actividad online. Que, obviamente, según Spotify, todos deberemos creer como ciertas. Distribuye aproximadamente el 70% de sus ingresos totales a los titulares de derechos (en su mayoría sellos discográficos), que luego pagan a los artistas en función de lo pactado en contratos individuales. Pero, según el analista Ben Sisario de The New York Times, unos 13.000 de los 7 millones de artistas presentes en Spotify, –menos del 0,2%–, generaron por sí solos ingresos de 50.000 dólares o más en 2020. En mayo de 2022, Spotify anunció una asociación con la plataforma de juegos online y sistema de creación de juegos Roblox Corporation, para entrar, además, en el mercado global de ciberjuegos. Otra de las operaciones globales de la empresa, por la que es más conocida en España fue que, en julio de 2022, Spotify se convirtió en patrocinador principal del Fútbol Club Barcelona.
La presencia del potente marketing de Spotify sobre sus magnitudes en la red resulta apabullante. Es una de las máximas prioridades de la empresa. Con ello la compañía quiere asegurarse que sus cifras y métricas sean casi verdades digitales absolutas para todos. Y lo ha conseguido. Muchos usuarios, artistas y medios de comunicación, –medios públicos, incluidos–, las aceptan sin discusión, y las usan como ciertas.
Pero, es sabido que aunque que la media de escucha de una canción en streaming es claramente menor de los 30 segundos que la empresa anuncia como tiempo mínimo para que cuente y suba a la lista de escuchas del usuario, incrementa las métricas de todas maneras. Además, hoy hay bots de la red que se pueden usar fácilmente para automatizar el hacer miles o millones de clics e hinchar métricas y magnitudes. Y la IA Generativa va a multiplicar esto varios órdenes de magnitud, –como han demostrado en una investigación de Simon Lermen y Fred Heiding en LessWrong, la IA Generativa puede conseguir fácilmente un incremento superior al 50% en mensajes de phishing. En realidad, una parte considerable de la actividad con los usuarios de escucha se ha convertido en una especie de phishing por parte de la plataforma misma. Mientras tanto, diversas fuentes que aseguran que el tiempo real medio de escucha de cada tema en streaming es muy pequeño, –un rumor dice que la media es, en realidad, de solo tres segundos y medio–. Pero a muchos artistas, medios y promotores les interesa creer y difundir esas métricas para que se asocien como estandarte de la popularidad, y por eso ayudan todo lo posible a difundir sus cifras de Spotify, no importa que no sean ciertas. Las nuevas prácticas de la plataforma, claramente cada vez más monopolistas, –muy en línea con las actuaciones de las plataformas globales big tech, que Spotify claramente ha mimetizado–, hacen que la empresa ya se enfrentara a crecientes críticas desde hace años. Pero ahora, con su creciente uso de la IA Generativa, se han intensificado.
Hace tiempo que grandes publicaciones, como Vulture Magazine o Business Worldwide acusaron desde a la empresa de varias prácticas corruptas. Ya en 2016, la empezaron a acusar de métodos como encargar canciones y listarlas con nombres falsos en su plataforma musical. Y también de otras malas prácticas. Por ejemplo, esa última revista citada entró al detalle. Music Business Worldwide publicó el 31 de agosto de 2016 que Spotify pagaba a los músicos «una tarifa plana por canciones de diversos géneros –como «jazz, chill y pianísmo tranquilo»–, para que figuraran con nombres de autores inventados. Aunque entonces la publicación no pudo informar con precisión sobre cuáles artistas de la plataforma musical eran falsos, un acuerdo de revelación de información con «múltiples fuentes fundadas», reveló con certeza que se sabía de «cinco canciones propiedad de Spotify que tienen cada una más de 500.000 streams, y una con más de un millón». En aquel momento, empresa echó balones fuera al respecto y asegurando que esta práctica la consideraba un «experimento, más que una alteración a gran escala de los catálogos de la plataforma». Pero la publicación expresó su preocupación por «el efecto que una versión a gran escala de esta estrategia podría tener en el pago global de Spotify a los titulares de derechos de grabación, y en qué parte y en quiénes de su mapa de listas de reproducción podría situarse esto». Pero la cosa no queda aquí…
[ continúa en la siguiente entrega en estas mismas páginas…
/… en Automatizar el escuchar música (II).
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