De modo inesperado para quienes la conocimos y tratamos se ha ido, joven, con 68 años, la galerista Mercedes Moreno, a la que todo el mundo llamaba Charpa, no sé por qué razones. Morena de apellido y de aspecto, cetrina, de pelo silvestre y rizado, y gesto como de mujer racial, lorquiana. Charpa, sin embargo, no era nada ancestral, todo lo contrario. Posiblemente fue, junto a Carmen Alborch, la mujer valenciana más moderna del último tercio del siglo XX.
Charpa era libre, muy de su Gandía natal –aunque creo que en realidad era de la vecina Font d’en Carrós– pero a la vez con la cabeza en el mundo, particularmente en París, la ciudad donde trató de abrirse paso internacional con el arte. En cualquier caso, era muy de la Safor, y hace unos años adquirió una casa en las montañas desde donde divisaba prácticamente toda la comarca gandiense.
A finales de los 70 y en los 80 frecuentaba los ambientes artísticos madrileños con la incipiente movida ya en marcha, en torno a la cuadra de Fernando Vijande primero y, más tarde, de Juana de Aizpuru y de su amiga Soledad Lorenzo. Charpa era, a su manera y con su carácter propio tan valenciano, nuestra Juana de Aizpuru, la galerista más singular, hasta el punto de transformar su vida y sus costumbres en un habitual gesto artístico.
Gracias a los ricos exportadores de cítricos de la Safor pudo consolidar su aventura galerística, primero en Gandía y después en Valencia –en la calle Sorní y finalmente en Tapinería– cuando empecé a tratarla. Charpa era la más alocada y arriesgada de todas las galerías, mientras su amiga Rosa Ulpiano trataba de conferirle algo de cordura hacia finales de los 90. Para entonces, las “locuras” de Charpa habían dejado en Valencia exposiciones memorables y piezas increíbles de artistas como André Derain, Man Ray, Enzo Cucci, Anthony Caro –de quien conservaba una escultura extraordinaria en la trastienda–o los españoles Tàpies, Saura, Hernández Pijoan o Eduardo Arroyo.
Pero además de artistas consagrados Charpa apostó por jóvenes difíciles como Nacho Criado, Pepe Romero o el mismo Pepe Morea. Siempre jugaba al riesgo, pero sus compradores de aquellos años deben estar más que contentos, Charpa les vendió joyas a precios que, hoy, son de risa. Así que todos deberían levantar una copa de buen champagne francés, que tanto le gustaba, y brindar por la pequeña leyenda artística de Charpa, tan divertida y mordaz, en la época en la que los galeristas reconstruyeron un mercado tan difícil e incomprendido como el del arte. Por su espíritu, y por las condolencias que transmitimos a su exmarido Pere y a su hija, Marta, Charpeta.
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