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La otra tar­de lle­vé a mi hija al cir­co por pri­me­ra vez. Antes, por la maña­na, le ense­ñé uno de esos vídeos en los que Papá Noel la lla­ma por su nom­bre vein­te veces, le pide que sea bue­na y le expli­ca que la ve todos los días del año para com­pro­bar que mere­ce todos los rega­los. No era capaz de cerrar la boca de la impre­sión. Mi bebé de cua­tro años. Unas horas más tar­de, cuan­do la fun­ción ter­mi­nó, la pobre llo­ra­ba con des­con­sue­lo, con lágri­mas de ver­dad. ¿Por qué? Por­que se había ena­mo­ra­do del paya­so, o eso decía. Pero usó ese tér­mino, ena­mo­rar­se, y por la noche me pidió una foto­gra­fía de él para dor­mir abra­zán­do­la. Yo la con­so­lé, y me tra­gué la risa y tam­bién algu­na lágri­ma. Por­que ver­la así me hizo com­pren­der que cuan­do menos cuen­ta me de, habrá cre­ci­do y se ena­mo­ra­rá de ver­dad. Aún te fal­tan muchos paya­sos que cono­cer, le anun­cié con una son­ri­sa. Pero en el fon­do me pre­gun­té cuán­tas veces llo­ra­rá por amor, y si yo sabré estar a su lado para con­so­lar­la, si sabré dejar­le espa­cio para que se lo recom­pon­ga, si seré capaz de no inter­fe­rir en su vida como lo hago aho­ra, con la cer­te­za de qué es lo mejor para ella. Lo más difí­cil de ser padres es ense­ñar a nues­tros hijos a vivir sin noso­tros. Leí esta fra­se hace algu­nos años, en una nove­la mara­vi­llo­sa de una auto­ra nor­te­ame­ri­ca­na, Nico­le Krauss, cuyo títu­lo es “His­to­ria del amor”. Enton­ces, al leer­la, aún no era madre y ya me impac­tó, y des­de que mi hija nació, ha vuel­to a mi cabe­za una y otra vez. Pre­ve­nir que se par­ta la cabe­za es infi­ni­ta­men­te más sen­ci­llo que evi­tar que le par­tan el cora­zón. Y eso, aun­que no quie­ra, hace que el mío se par­ta

La otra tar­de lle­vé a mi hija al cir­co por pri­me­ra vez. Antes, por la maña­na, le ense­ñé uno de esos vídeos en los que Papá Noel la lla­ma por su nom­bre vein­te veces, le pide que sea bue­na y le expli­ca que la ve todos los días del año para com­pro­bar que mere­ce todos los rega­los. No era capaz de cerrar la boca de la impre­sión. Mi bebé de cua­tro años. Unas horas más tar­de, cuan­do la fun­ción ter­mi­nó, la pobre llo­ra­ba con des­con­sue­lo, con lágri­mas de ver­dad. ¿Por qué? Por­que se había ena­mo­ra­do del paya­so, o eso decía. Pero usó ese tér­mino, ena­mo­rar­se, y por la noche me pidió una foto­gra­fía de él para dor­mir abra­zán­do­la. Yo la con­so­lé, y me tra­gué la risa y tam­bién algu­na lágri­ma. Por­que ver­la así me hizo com­pren­der que cuan­do menos cuen­ta me de, habrá cre­ci­do y se ena­mo­ra­rá de ver­dad. Aún te fal­tan muchos paya­sos que cono­cer, le anun­cié con una son­ri­sa. Pero en el fon­do me pre­gun­té cuán­tas veces llo­ra­rá por amor, y si yo sabré estar a su lado para con­so­lar­la, si sabré dejar­le espa­cio para que se lo recom­pon­ga, si seré capaz de no inter­fe­rir en su vida como lo hago aho­ra, con la cer­te­za de qué es lo mejor para ella. Lo más difí­cil de ser padres es ense­ñar a nues­tros hijos a vivir sin noso­tros. Leí esta fra­se hace algu­nos años, en una nove­la mara­vi­llo­sa de una auto­ra nor­te­ame­ri­ca­na, Nico­le Krauss, cuyo títu­lo es “His­to­ria del amor”. Enton­ces, al leer­la, aún no era madre y ya me impac­tó, y des­de que mi hija nació, ha vuel­to a mi cabe­za una y otra vez. Pre­ve­nir que se par­ta la cabe­za es infi­ni­ta­men­te más sen­ci­llo que evi­tar que le par­tan el cora­zón. Y eso, aun­que no quie­ra, hace que el mío se par­ta

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