Soto estu­vo acom­pa­ña­do en el acto de ami­gos como Luis Sen­dra y May­rén Beney­to.

 

“Poe­ma­rio y Obras Pic­tó­ri­cas” es el libro de José Soto que se ha pre­sen­ta­do recien­te­men­te en el Casino de Agri­cul­tu­ra de Valen­cia y que reco­ge, a tra­vés de refle­xio­nes y arte, la vida de este extre­me­ño, hijo de gana­de­ro, que comen­zó cui­dan­do cabras y ove­jas y aca­bó con sus cua­dros col­ga­dos en las mejo­res casas y ofi­ci­nas de Valen­cia. Soto estu­vo acom­pa­ña­do por el arqui­tec­to Luis Sen­dra  y por May­rén Beney­to, anti­gua res­pon­sa­ble del Palau de la Músi­ca, que des­ta­có la gene­ro­si­dad del autor en su pre­sen­ta­ción: “José es tras­pa­ren­te como su pin­tu­ra y lleno de vida que com­par­te con sus ami­gos, su gene­ro­si­dad lo da en todo su arte”. Para Sen­dra, José Soto es “un ver­da­de­ro estoi­co, un estoi­co del siglo  XXI que nos ofre­ce en su libro refle­xio­nes fue­ra del tiem­po y sin cro­no­ló­gi­ca, muy de agra­de­cer en estos momen­tos en los que se deba­te sobre lo intras­cen­den­te”.

Soto expli­có que nun­ca había ima­gi­na­do que iba a ser pin­tor ni escri­tor tam­po­co pero su impul­so por expre­sar le fue lle­van­do a ello. En su pin­tu­ra hay color, pero sobre todo calor por­que tal y como expli­ca el artis­ta “si no pones sen­ti­mien­to, no tie­ne sen­ti­do, y nun­ca habría pin­ta­do”.  En el libro, en reali­dad, las imá­ge­nes de sus cua­dros son las que acom­pa­ñan al poe­ma­rio, con títu­los tan suge­ren­tes como “Luna de Fue­go”, “Mosai­co de Sen­ti­mien­to”, “El Tem­plo de la Ale­gría” o “Talis­mán”.

José Soto nació en una aldea de Oli­ven­za, en las gran­des dehe­sas extre­me­ñas que antes fue­ron por­tu­gue­sas. Su padre cui­da­ba pri­me­ro de un reba­ño de cabras y lue­go de ove­jas, así que el artis­ta bebió de la con­tem­pla­ción del cam­po y cre­ció jugan­do e inven­tan­do entre este­pas y pes­ca con anzue­lo: “En aque­lla épo­ca yo solo sabía de cam­pos soli­ta­rios lle­nos de oscu­ras enci­nas, de noches lle­nas de paz, rotas por la sin­fo­nía monó­tono del can­to de los gri­llos y las aves noc­tur­nas, tam­bién recuer­do aque­llas lunas inmen­sas de un rojo como el fue­go”.

Tras el tras­la­do de su fami­lia a Cas­te­llón en el 64, vivió la ado­les­cen­cia entre el des­cu­bri­mien­to de una ciu­dad, los tra­ba­jos fabri­les en las azu­le­je­ras, los bai­les de gaya­tas, la reco­gi­da de naran­jas, ir al cine o tra­ba­jar en la cons­truc­ción. En el verano del 69 con­si­guió un tra­ba­jo de cama­re­ro en Beni­càs­sim para lue­go hacer la ven­di­mia en Fran­cia y aca­bar en Ibi­za dis­fru­tan­do de la isla más hip­pie. Tras la inevi­ta­ble mili y la muer­te de su madre, se espe­cia­li­zó en el mun­do de la hos­te­le­ría y la cons­truc­ción. En el año 89 cono­ció a Eduar­do Gimé­nez, doc­tor arqui­tec­to que cam­bió su vida al con­ver­tir­se en su men­tor y des­cu­brir­le la arqueo­lo­gía, la pin­tu­ra y las bellas artes en gene­ral.

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