Barrio insignia de modernidad y el buen vivir valencianos, su historia la ha carbonizado el tiempo. La clepsidra silenciosa que todo lo disuelve en el horroroso olvido. Nada queda de la antigua Russafa, refugio de familias humildes, barriada de extramuros cercana a la huerta; pandillas juveniles, asesinas de gatos, callejones sin salida, olvidados. Quintaesencia de barriada de posguerra, de comedia costumbrista galdosiana. Frontera popular que desafiaba al suntuoso Eixample. Un flaneur recuerda sus pasos.

El chi­co cami­na por la calle Cádiz la sen­da habi­tual del cole­gio. Le aca­ban de rega­lar una pre­cio­sa cami­sa a cua­dros y la lle­va en la mano para mos­trar­la a sus ami­gos. Le da vuel­tas como un estan­dar­te, se dis­trae con lo que ve por la calle, y al cabo, ya no tie­ne la cami­sa. Como si hubie­se vola­do. Esa pér­di­da absur­da sir­vió para que su fami­lia lo embro­ma­ra años. El chi­co des­pis­ta­do. El sam­be­ni­to tuvo el efec­to con­tra­rio y el chi­co se hizo muy espa­bi­la­do. Su vida de escri­tor con­sis­tió en gra­bar cada uno de los pasos con los que trans­cu­rrió su vida en el barrio.

Calles enso­ña­das a lo lar­go de los años, hue­llas de juven­tud aho­ra extin­gui­das, aun­que no el dise­ño ances­tral del vie­jo barrio que lle­va­ba al Sur, a las huer­tas de la ave­ni­da de la Pla­ta y las peda­nías del Sur. Esa memo­ria de cami­nos tri­lla­dos comien­za cuan­do su padre lo mon­ta­ba en su silli­ta tra­se­ra de la bici­cle­ta y se iban ambos a las pla­yas de Pine­do a pes­car can­gre­jos entre las rocas roji­zas. Eran tiem­pos en que se podía hacer un tra­yec­to segu­ro en bici­cle­ta des­de la Gran Vía has­ta los con­fi­nes de Rus­sa­fa, cru­zan­do Peris y Vale­ro y lle­gan­do a las fron­do­sas huer­tas. El chi­co recuer­da el pavor que se sen­tía cuan­do la bici­cle­ta cru­za­ba las ace­quias por cami­nos estre­chos, y los puen­tes le pare­cían ten­di­dos sobre peli­gro­sos abis­mos. Esos pri­me­ros recuer­dos del niño que bus­ca­ba can­gre­jos en los espi­go­nes de Pine­do en los años remo­tos tie­nen algu­nos des­te­llos de espan­to como cuan­do con­tem­pla­ron el cadá­ver hin­cha­do de una vaca que flo­ta­ba en el mar.

Pasó la infan­cia y el chi­co se con­vier­te en un mucha­cho que con­ti­nua reco­rrien­do, ya sin la com­pa­ñía de su padre y la bici­cle­ta, las calles más pecu­lia­res de su barrio. Como una pro­lon­ga­ción del pro­pio hogar. Y la calle Sevi­lla tie­ne un papel este­lar en estas aven­tu­ras. Hubo un tiem­po en que esa calle­ja sin solu­ción de con­ti­nui­dad, tuvo de todo. Aho­ra es diga­mos que una vía artís­ti­ca pues sus bajos están cua­ja­dos de estu­dios de pin­to­res y dise­ña­do­res, inclui­do el cono­ci­do espa­cio del Spor­ting Club que inten­ta con sus acti­vi­da­des varia­das supe­rar el tedio coti­diano de la ciu­dad pro­vin­cia­na.

Spor­ting Club Ruza­fa.

En el pasa­do, cuan­do al chi­co le comen­za­ba a salir el bigo­te, la calle era muy dis­tin­ta. Tenía dos luga­res que con el tiem­po han sido el com­bus­ti­ble espi­ri­tual de su vida tor­tuo­sa entre dos siglos. El prin­ci­pal, un cine. El famo­so Ideal que hacia cha­flán con la calle Denia. Años, tan remo­tos como un bron­to­sau­rio, en que el barrio de Rus­sa­fa tenía una sala por kilo­me­tro cua­dra­do. El Ibe­ria, el Mun­dial, el Ave­ni­da, el Junior…De todos, el Ideal poseía el encan­to de las salas cutres y popu­la­res, con olor a sudor infan­til y pipas, a chi­cle de fre­sa y colo­nias bara­tas de las niñas boni­tas que bai­la­ban a la com­ba. Y jus­to fren­te a ese cine esta­ba la libre­ría de vie­jo Sevi­lla, mila­gro menes­tral, comer­cio que ha sobre­vi­vi­do más de medio siglo a las ceni­zas del tiem­po y que sigue ven­dien­do libro vie­jo como si la his­to­ria fue­ra un con­cep­to abs­trac­to.

El cine ya no está pero cuan­do se pasa por allí uno no pue­de dejar de pen­sar en su anti­gua pre­sen­cia, que daba carác­ter a la calle en cues­tión. El Ideal era un cine sim­pá­ti­co y peque­ño, al con­tra­rio de otro que esta­ba bas­tan­te cer­ca, en la calle Sue­ca, el Junior. Esa sala fue mal­di­ta des­de el momen­to en que se des­cu­brió una cabe­za cor­ta­da al tajo detrás de su pan­ta­lla. Un cri­men muy sona­do en la épo­ca del acei­te y pan; un cuer­po del deli­to encon­tra­do en un cine que lue­go se lle­vo al cine, val­ga la redun­dan­cia.

Así que lo que hoy es un barrio rui­do­so, reple­to de gari­tos para jóve­nes con dine­ro que gas­tar, terra­zas chic que hacen com­bi­na­dos, barrio esca­pa­ra­te, con un look repe­ti­do has­ta el abu­rri­mien­to, des­pués de haber barri­do de un plu­ma­zo el gue­to magre­bí de inmi­gran­tes que tuvo en otros tiem­pos. Con calles tam­bién con­de­na­das, de Fili­pi­nas o Bue­nos Aires, lin­dan­tes con las eter­nas y moles­tas vías de tren de la Esta­ción del Nor­te. Rutas  que se estre­lla­ban con el lar­go muro que pro­te­gía la entra­da a Valen­cia. Lugar que han tar­da­do siglos los muní­ci­pes y pode­res varios en deci­dir­se a res­tau­rar. ¿Qué se pue­de pen­sar de una esta­ción lla­ma­da del Nor­te que está al Sur de la ciu­dad?

En el barrio de Rus­sa­fa don­de aho­ra hay bares de dise­ño en suce­sión exhaus­ti­va y en oca­sio­nes irri­tan­te, hubo una pobla­ción tran­qui­la, humil­de y cas­po­sa, con sus calles esen­cia­les, Cuba, Sue­ca, Cádiz y Sevi­lla reple­tas de comer­cios popu­la­res y bara­tos; lupa­na­res legen­da­rios como el bar La Cale­ta, al prin­ci­pio de la calle Cádiz, casa de muje­res de la vida con puer­tas gira­to­rias y cris­ta­les esme­ri­la­dos, que los mucha­chos empu­ja­ban para aspi­rar por unos minu­tos el aire espe­so del sexo, el alcohol y el sudor de los pute­ros que lo fre­cuen­ta­ban, antes de salir corrien­do.

Calle Sue­ca.

Y fren­te al leno­ci­nio de barria­da un bar de tapas con un aro­ma opues­to, el deli­cio­so olor a los cala­ma­res fri­tos y boque­ro­nes en vina­gre. Todos luga­res prohi­bi­dos a los mucha­chos con la excep­ción de los cines.

Aho­ra, el mucha­cho que per­dió la cami­sa camino del cole­gio es un hom­bre que reco­rre esas calles con el cora­zón par­ti­do. Cada uno de esos pasos per­di­dos en un lati­do car­dia­co que avi­sa de la impo­si­bi­li­dad de la vuel­ta atrás. Y es que pasear por el barrio de tu pri­me­ra juven­tud, defor­ma­do por la moder­ni­dad, es como visi­tar un cemen­te­rio marino. Un lecho mor­tuo­rio sem­bra­do de pecios herrum­bro­sos, olo­res extin­gui­dos y ansie­da­des per­di­das para siem­pre. Sana­do­res a pesar de todo, pues son un buen elec­troshock con­tra la vene­no­sa nos­tal­gia.

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