Una belleza muy delgada –venida a menos por la injusticia de la edad– mantenía conmigo que si a Ángela Merkell se le hubiera descubierto un escándalo sexual no se le habría perdonado por el hecho de ser mujer, porque a las mujeres no se les perdonan los deslices pasionales.
Quizá sea cierto desde el punto de vista de las mujeres cuando se vigilan entre ellas porque, en general pero de manera íntima, a los hombres nos gusta que las mujeres sean muy abiertas en sus pulsiones sexuales, siempre que no sea nuestra propia esposa; y, aún en esto, hay muchos partidarios de la fantasía de compartir a su pareja o, al menos como consolación, su ropa interior usada.
Por supuesto que a Ángela Merkel le podríamos disculpar una aventura o la afición al sado-maso. A Isabel II, la reina alegre, temperamental, con esa ardiente sensualidad probablemente heredada de su madre, se le perdonó la larga lista de amantes y padres de sus hijos, sin duda justificada por un matrimonio de conveniencia. Pero a la Merkel, amén de por su relevante cargo, se le perdonaría por el hecho de ser gorda. Ser gorda permite una serie de ventajas que las delgadas no pueden concebir.
La delgadas toleran, como Hitler, las diferencias entre las gentes y que éstas deben conservar su aspecto natural de ser, pero admiten también que hay dos clases de mujeres, que no pueden mezclarse: las superiores como ellas y las gordas inferiores, que están sometidas por su incontrolable naturaleza. El estigma de la palabra “gorda” no va implícito en el término, sino en quien lo usa para discriminar a los demás, pues la gorda dejada a sí misma es, como Isabel II, un ser feliz en sí mismo que no se preocupa de compararse con los demás, y reina desinhibida, gozando y haciendo disfrutar a todos.
Si España fuera el país de quijotes que pretende ser, se exigiría por clamor popular el regreso del modelo físico –vivaracho, fresco y no idealizado– de las dulcineas que describía Cervantes: fuertes, ni muy modestas ni muy limpias, y víctimas ocasionales de la lascivia. Gran favor haría a la España moderna, ya que está tan empeñada en su función de acompañamiento de la regencia, si nuestra reina Letizia estuviera gorda por hincharse de pasteles y nouvelle cuisine todos los días, puesto que puede pagárselo y su cargo es vitalicio, y que asumiera en ese estado de plenitud corporal una tranquilizadora inclinación hacia la concupiscencia.
Si su estilista fuera Karl Lagerfeld, el diseñador podría esforzarse en el reto de mantener la elegancia real a base de recetar para su armario pantalones de pata de elefante, cortes peplum, adecuados trajes imperio, túnicas, cinturones anchos y faldas acampanadas. Así ya no le cabrían esos trajecitos baratos de Promod o el low cost de Mango, que tanto daño hacen a nuestra institución monárquica acercándola a las masas. Y si, además, tuviera, como su antecesora Isabel II, amantes ilustres y simpáticos, como el General Serrano, algún capitán de ingenieros, cantantes, o políticos, nuestras esposas se mirarían en su espejo y no pondrían ese gesto adusto al mirar a los jóvenes cachas como si las uvas estuvieran aún verdes. Y sin duda pondrían más disposición para ejercitarse en los misterios y voluptuosidades del sexo anal, cosa que nos obliga, al sernos vedados, a seguir a escondidas y muy a nuestro pesar, el trending de Francisco de Asís de Borbón.
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