Natasha y su pull over rojo.

Se cumplen cuarenta años del estreno de Paris, Texas, (1984) la preciosa película de culto de Wim Wenders que provocó una conmoción estética, un efecto liberador, a la generación joven de los felices años ochenta del siglo XX. Un estallido de luz y humanidad, una visión europea de la América profunda que dejó una huella indeleble en nuestros corazones.

Natasha y su pull over rojo.

Son recuer­dos borro­sos, algo des­vaí­dos, ha pasa­do mucho tiem­po, y sin embar­go la fuer­za de su sen­ti­do no ha hecho más que incre­men­tar­se. Des­de los feli­ces ochen­ta del siglo pasa­do has­ta los tor­tuo­sos años vein­te de esta cen­tu­ria apo­ca­líp­ti­ca la pelí­cu­la de Wen­ders no ha per­di­do un ápi­ce de fres­cu­ra, ¿Por qué su recuer­do, una segun­da visión pasa­do casi medio siglo, nos sigue lle­nan­do de ener­gía?

La gene­ra­ción vein­tea­ñe­ra de los seten­ta se engan­chó de una mane­ra nar­có­ti­ca al sen­ti­do meta­fó­ri­co de una pelí­cu­la bellí­si­ma y al mis­mo tiem­po enig­má­ti­ca. Len­ta y silen­cio­sa como una cas­ca­bel rep­tan­do por la are­na del Moja­ve e inten­so con esce­nas como de fue­gos arti­fi­cia­les.

Recuer­do aho­ra, mien­tras uno pien­sa en la nue­va deca­den­cia de occi­den­te, esa pelí­cu­la vis­ta en un tiem­po de espe­ran­za en un futu­ro libe­ra­dor. Un futu­ro que pare­ce tor­cer­se sin reme­dio dados los cre­cien­tes acha­ques del pane­ta tie­rra; sí, recuer­do aho­ra como sim­pa­ti­cé de gol­pe con Tra­vis, aquel extra­ño per­so­na­je que inter­pre­ta­ba Harry Dean Stan­ton, un tipo gris, caren­te de atrac­ti­vo, alguno, inex­pre­si­vo bajo una gorra mugrien­ta; un nóma­da del desier­to tejano, con una tena­ci­dad a prue­ba de bom­ba, en bus­ca de la armo­nía y la paz que­bra­das por la des­apa­ri­ción de la mujer que ama­ba y su volun­tad de devol­ver­le  a su hiji­to.

Fue aque­lla pelí­cu­la una pues­ta en esce­na de la bús­que­da del sen­ti­do y de la gran­de­za del amor que nos entró por vena con una inten­si­dad alu­ci­nan­te. Como una dro­ga aun no inven­ta­da, una for­ma de narrar his­to­rias tan deli­ca­da y efi­caz como las obras maes­tras euro­peas del cine de Berg­man, des­de los cua­dros de Goya a los con­cier­tos para piano de Beetho­ven.

Detrás de eso había el talen­to a rau­da­les, la genia­li­dad exqui­si­ta del escri­tor Sam She­pard y la foto­gra­fía espec­ta­cu­lar de Robby Müller. La belle­za dia­bó­li­ca de Natass­ja Kins­ki, de belle­za surreal, hija de un actor demen­te, un loco euro­peo que hacia espa­gue­ti wes­terns, y cuyas memo­rias reco­mien­do con fer­vor por­que evi­den­cian a un dia­blo que tuvo una hija ange­li­cal. Una Natass­ja que apa­re­cía de call girl, tris­te y seduc­to­ra tras un cris­tal y que era la repre­sen­ta­ción del amor y del deseo, y al final feliz, la mater­ni­dad ple­na; con su sué­ter de ango­ri­na rojo san­gre, a tono con el tono de la pelí­cu­la y en con­tras­te con la deso­la­ción del desier­to de Texas y la des­agra­da­ble y fría deso­la­ción urba­na de la Amé­ri­ca super­de­sa­rro­lla­da de caje­ros auto­má­ti­cos y neo­nes des­te­llan­do en la nada.

Y por enci­ma de todo eso, Wen­ders, un ale­mán en su mejor momen­to, admi­ra­dor, como todos noso­tros enton­ces,  de los pai­sa­jes ame­ri­ca­nos que nos des­cu­brió John Ford en sus pelí­cu­las de vaque­ros y del country rock. Un equi­po en esta­do de gra­cia con un vir­tuo­so  Ry Cooder. Pio­ne­ro abso­lu­to de la pro­mo­ción de la músi­ca étni­ca en el mun­do y de la com­bi­na­ción de rit­mos. Su cola­bo­ra­ción con el malien­se Ali Far­ka Tou­ré en Tal­king Tim­buk­tu, (1995)  es un clá­si­co de de la músi­ca inter­ét­ni­ca. Por no hablar de su pro­duc­ción cuba­na Bue­na­vis­ta Social Club (1997), dis­cos esen­cia­les y antí­do­tos musi­ca­les fren­te a los virus xenó­fo­bos que reco­rren el pla­ne­ta.

Recor­dar las cua­tro déca­das trans­cu­rri­das des­de el visio­na­do de Paris Texas trans­por­ta a la Valen­cia de los 80 y a un cine que hizo mucho por toda nues­tra for­ma­ción fíl­mi­ca, el Xerea, en la calle En Blanc, ubi­ca­do en el barrio del mis­mo nom­bre, la Jude­ria valen­cia­na, fun­da­do como de arte y ensa­yo por los legen­da­rios Her­ma­nos Sebas­tián.

Aque­llas noches del Xerea, en los años ochen­ta, en las que vimos pelí­cu­las deci­si­vas como El ami­go ame­ri­cano, tam­bién de Wen­ders, o La matan­za de Texas, cin­tas que mar­ca­ron el cine del final del siglo, son inol­vi­da­bles. Pelí­cu­las ori­gi­na­les que han sido imi­ta­das ad nau­seam y que hicie­ron de noso­tros lo que somos. El ritual era siem­pre el mis­mo, un sucu­len­to boca­ta en el bar con­ti­guo y lue­go todos a ver la pelí­cu­la de moda y de paso encon­trar­se con toda la colla de ami­gos. Por enton­ces la ciu­dad era más peque­ña y la vida social mucha más ínti­ma.

Wim Wen­ders tenía 39 años cuan­do la fil­mó Paris, Texas, noso­tros éra­mos más jóve­nes, el ale­mán de Dus­sel­dorf, cineas­ta beat de cul­to jun­to a Wer­ner Her­zog, sigue hacien­do cine, a sus 79 años, como demues­tra su pelí­cu­la Per­fect days de este mis­mo año. Y noso­tros, la quin­ta de los happy 80, s, tam­bién anda­mos jun­to a él. Nun­ca le agra­de­ce­ros lo sufi­cien­te has­ta que pun­to nos ense­ñó a dis­fru­tar de la vida, de las cosas bellas y de los sen­ti­mien­tos indes­truc­ti­bles. A cua­ren­ta años del estreno de Paris Texas, la acús­ti­ca de Ry Cooder, la mira­da de la Kins­ki y la bús­que­da de Tra­vis siguen fun­cio­nan­do en nues­tra memo­ria como asom­bro­so y mági­co ungüen­to.

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