Lo impensable no es todo aquello que no somos capaces de concebir, sino lo que podemos concebir creyendo que no nos ocurrirá nunca.
Por su interés y emotividad, reproducimos a continuación el artículo de opinión escrito por el poeta Carlos Marzal y publicado originalmente en las páginas de Levante-EMV.
Lo impensable no es todo aquello que no somos capaces de concebir, sino lo que podemos concebir creyendo que no nos ocurrirá nunca. Lo inconcebible es lo que acertamos a imaginar de manera defectuosa siempre, porque, hasta que no sucede, no cobra forma y cristaliza en nosotros. Como en “La aurora”, el poema lorquiano de Poeta en Nueva York, sólo se comprende de verdad con los huesos. El resto es conocimiento defectuoso.
Lo que ha sucedido en Valencia durante estos últimos días de tormentas e inundaciones ha sido lo inconcebible. El azar es un dios caprichoso al que le encanta jugar con los humanos y sus sueños, la divinidad imprevisible por antonomasia: en mis representaciones es un niño oligofrénico que se carcajea del mundo con una pistola en la mano. El niño, borracho de su propio entusiasmo, levanta el arma, apunta sin mirar y dispara: y no llueve en el centro de Valencia, pero a veinte minutos andando ‑en Bonaire, en La Torre- llueve a mares; y a unos cuantos kilómetros – en Alfafar, en Paiporta‑, diluvia, como en Requena, como en Utiel.
La experiencia del robo en nuestra casa resulta traumática, pero una inundación ‑que también violenta nuestra intimidad y se lleva por delante los objetos que nos acompañan en la vida (si es que no se nos lleva a nosotros por delante)- no es un robo, aunque nos robe a mano armada. No hay nadie, en principio, a quien culpar. La experiencia de lo absurdo es tal vez más dolora que la del crimen.
Todos hemos visto en la televisión las imágenes apocalípticas de las calles de Sedaví, de Massanassa. Ninguna película distópica se aproxima a las distopías de la realidad. No estoy seguro de que la cercanía del directo nos ayude a comprender lo trágico de las cosas, porque todo lo que se conoce con velocidad se olvida con la misma prisa. A la velocidad de la luz, las cosas ocurren para gloria de la velocidad, no de la luz: la luz del entendimiento necesita de la distancia, de la debida distancia.
Las cámaras se irán, a otra guerra, a otro huracán, a otro terremoto (el incendio de Campanar, enredado en un proceso judicial de difícil solución, parece que sucedió hace cien años).
Mi amigo Juanvi Piqueras, que vive en Tánger ahora, pero que nació en Los Duques, una aldea de Requena, y con familia en esa ciudad, me mandó una foto aterradora (la fotografía es el instrumento del diablo, congela en el tiempo lo que ha desaparecido o desaparecerá pronto). Es del cementerio de Requena, con los nichos destrozados y los ataúdes abiertos. Igual es una deficiencia generacional, pero las fotografías y los relatos me espantan más que la televisión, por mucho que la televisión me espante.
El poeta Vicente Gallego vive en Catarroja, otro epicentro del temporal. Cuando pude hablar con él unos instantes, antes de que se quedara sin cobertura, me dijo que vio pasar, desde el balcón, su coche flotando por la puerta de casa. La imagen es como un emblema triste de la desdicha. Un coche es un coche, está claro; pero un coche también es un depósito de nuestra energía biográfica: donde hemos transportado a nuestros hijos, una suerte de lacrimatorio de nuestras conversaciones, de nuestras cábalas, de nuestros temores. Pasar flotando por la puerta de casa.
El narrador Pepe Cervera vive en Alfafar. Hace unos días estuvimos comiendo unos cuantos amigos en su casa, en una de las celebraciones mágicas que organiza, y que son minuciosos rituales de felicidad. Me cuenta que intentó elevar una barricada en la calle para contener la crecida, hasta que una ola la desbarató y tuvo que volver a casa, con una vecina y su hija que vagaban por la calle con el agua al cuello. Me ha mandado una fotografía de la puerta de su casa en donde se amontonan todos los muebles del sótano, las estanterías de su biblioteca, los libros suyos y de los amigos, hechos una pasta inservible. En la esquina de su calle, cuando bajaron las aguas, encontraron el cadáver de una joven, abrazada a una señal de tráfico.
Por lo demás, haremos lo que hay que hacer. Enterraremos a los muertos, dejaremos que se vayan las cámaras, barreremos el fango de los garajes, limpiaremos la hojarasca y la broza de las avenidas y seguiremos viviendo, y contando lo que ocurrió aquel infausto octubre.
Los valencianos ‑como los individuos de cualquier otro lugar- somos duros. La gran riada del 57 no pudo con nosotros. Ni la pantanada de Tous en el 86. Desde el siglo XIV padecemos inundaciones. Ya somos medio anfibios. Si hemos domesticado el fuego, el agua no va a poder con nosotros. Eso sí lo saben nuestros huesos.
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